Por Carlos Polimeni
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Buenos Aires, 11 junio (Especial para NA) — El asunto tiene ribetes de escándalo, pero de tan repetido y normalizado, casi no impresiona una sociedad que consume títulos con fruición pero en general reitera las conductas rutinarias: más de 40 mil personas mueren por año en la Argentina por enfermedades vinculadas al hábito de fumar tabaco.
Los números que hizo públicos la Federación Argentina de Cardiología indican que la cifra promedio de muertes por trastornos cardiovasculares originados en el consumo de tabaco es de 44.851 personas, la mayoría de las cuales comenzaron con el hábito entre los 12 y 15 años.
Aunque es cierto que las campañas estatales destinadas a alertar sobre los males del tabaquismo han deparado que haya ido descendiendo el porcentaje de personas que se envician con los cigarrillos, Argentina sigue figurando entre los países de mayor consumo de Latinoamérica.
La crisis económica de esta década ha incidido en las decisiones de los fumadores, si se tiene en cuenta que cada vez hay más ciudadanos que arman sus propios cigarrillos, con lo que consumen más barato un producto igualmente nocivo, aunque menos que el industrial.
Sin embargo, si se tiene en cuenta que entre los muertos anuales hay unos 6 mil fumadores pasivos, está claro que los años perdidos respecto a la prevención son realmente fatales, ya que más allá de los intereses industriales la Salud Pública tardó muchísimo en dar el alerta que ahora existe, aunque a veces asordinado.
Inversiones publicitarias
En rigor, la industria tabacalera, con fortísimas inversiones publicitarias en los medios de comunicación y en la industria del entretenimiento, ocultó durante décadas la relación directa que existen entre el tabaquismo, el cáncer de pulmón y los trastornos cardiovasculares, pese a que lo sabía desde un siglo antes, por lo menos.
Es más, durante muchísimos años difundió a través de técnicas diversas la idea de que el cigarrillo era de buen gusto, piola, liberador, sexy, varonil o súper femenino, en campañas directas o indirectas que moldearon la estética de generaciones y generaciones de habitantes del planeta tierra, más proclives a la fantasía que a la verdad.
El tango «Fumando espero», de Juan Viladomat Masanas y Félix Garzo, que popularizaron hace un siglo las grandes voces femeninas de España y Argentina, y luego cantaron, con retoques en la letra, hombres como Carlos Gardel, decía:
Fumar es un placer/ genial, sensual/ fumando espero/ al hombre a quien yo quiero /tras los cristales/ de alegres ventanales/ mientras fumo/ mi vida no consumo/porque flotando en el humo /me suelo adormecer/tendida en la chaisse longue.
Soñar y amar…/ver a mi amante/ solícito y galante/ sentir sus labios/ besar con besos sabios, / y el devaneo/ sentir con más deseos/ cuando sus ojos veo/ sedientos de pasión/ por eso estando mi bien/ es mi fumar un edén./ Dame el humo de tu boca/ anda, que así me vuelvo loca/ corre que quiero enloquecer /de placer/ sintiendo ese calor/del humo embriagador/ que acaba por prender/ la llama ardiente del amor.
Si un extraterrestre preguntara al caer en este planeta cómo fue posible que centenares de millones de personas cayeran en la trampa de meterse en los pulmones el humo que las intoxica la respuesta sería dificultosa de encontrar, pero no debería dejar de contemplar que las víctimas se inmolaron mientras otros se enriquecían y que el poder económico hizo que demorase añares la revelación de los males que ocasionaba fumar.
Los que se beneficiaron
Los que se enriquecían no eran sólo los dueños de las tabacaleras o los propietarios de medios o empresas que publicitaban el tabaco, sino también los estados, que cobran un impuesto importante por cada paquete de cigarrillos que los enviciados compran, los publicistas que no hacen su trabajo gratis u los especialistas en tratamientos, muchos de ellos presentados como mágicos.
¿Por abajo de la mesa?
En la Argentina, se cuentan numerosas historias de dineros importantísimos corriendo debajo de las mesas para desalentar el tratamiento sobre tablas de una herramienta clave para la salud pública, la conocida como Ley 26.687, que regula la publicidad y el consumo de tabaco.
Desde que la ley entró en vigencia está prohibida la publicidad del tabaco en los medios de comunicación, incluyendo internet, por vía aérea mediante globos o aviones y en los espacios de uso público, incluyendo salas de espectáculos, restaurantes, bares, discotecas, salas de juego, y paseos de compra.
En la mayoría de las grandes ciudades está prohibido fumar en los espacios cerrados, en los establecimientos educativos y de salud, en las bibliotecas, en los medios de transporte y sus estaciones, y en cada paquete de cigarrillos que se adquiera hay fortísimas fotos y leyendo advirtiendo que el producto puede producir la muerte del usuario.
Lo curioso es que ley se aprobó hace once años, el 1º de junio de 2011, por lo cual hasta entonces era normal y legal que se publicitara y consumiera un producto de estas características sin que el Estado hiciera lo necesario para explicar a la sociedad que no estaba para nada bien.
El tabaquismo es la segunda causa mundial de muerte, tras la hipertensión, y se sabe que el humo ambiental del tabaco contiene al menos 250 productos tóxicos o cancerígenos, entre ellos benceno, cadmio, formaldehído e hidrocarburos aromáticos policíclicos.
Los especialistas aseguran que no existe un sistema de ventilación que pueda eliminar del aire los contaminantes del humo de tabaco y eso es lo que produce el problema de las personas -«los fumadores pasivos»- que se enferman al respirar en espacios comunes sin haber pitado en su vida.
El film El informante
con Al Pacino
La propia industria, que durante décadas hizo todos los esfuerzos posibles por ocultar los estudios que demostraban que el tabaco produce muerte, suele estar detrás de informaciones capciosas, como que fumar poco no es fumar, o de productos igualmente nocivos para la salud como el cigarrillo electrónico.
Para el que tenga algunas dudas al respecto, allí está a disposición desde 1999 el film El informante, de Michael Mann, con Al Pacino, Russel Crowe y Christopher Plummer, que cuenta un caso real producido cuando la justicia pudo probar que una famosa tabacalera estadounidense añadía cumarina, una sustancia altamente adictiva, a los cigarrillos.
En la más o menos ficción, Pacino interpreta a Lowell Bergman, el productor estrella del programa 60 Minutos del canal CBS, que entusiasma, al famoso conductor Mike Wallace, el papel de Plummer, para presentar el aire un informe clave para la salud pública estadounidense, ya que la cumarina produce cáncer.
El productor tiene un informante, un científico que ha trabajado para la tabacalera y ha conservado antes de ser despedido los concluyentes resultados de los estudios internos sobre la cumarina, pero además sueña con demostrar al público de qué modo las empresas del rubro tabacalero compran la complicidad de la política y los medios.
Lo que no saben los periodistas que creen que hay que informar corriendo todos los riesgos es que en la medida en que avancen se irán metiendo en un problema cada vez mayor: la tabacalera será capaz de comprar el canal con tal de impedir que el informe salga alguna vez al aire.
Para una mirada más amable y cultural, es recomendable la rareza de Humos del vecino, un experimento narrativo del director Wayne Wang y el escritor Paul Auster que después de haber filmado una película llamada Cigarros, ambientada en una tabaquería, urdieron una segunda parte, a la que invitaron a amigos como Lou Reed, Mira Sorvino, Jim Jarmusch o Madonna.
El cineasta Jarmusch, sin mencionar las cifras de dinero que las grandes productoras pusieron en la industria del cine y la televisión para que los personajes clave de las ficciones de los años 40,50,60 y 70 fumaran en cámara, sugiere que el vicio no se hubiese extendido, además como sinónimo de glamour, sin ese condimento