Una de las cosas de las que más me arrepiento en la educación de mis hijos es cuando les hablo de forma incorrecta, aquellos momentos en los que pierdo el control. Esos en los que acabo explotando y genero una horrible onda explosiva que tiñe mi discurso de despropósitos y frases absurdas.
Esas situaciones en la que la bola de nieve se va haciendo cada vez más grande y acabas diciendo exactamente eso que, al instante, te arrepientes de haberlo verbalizado. Donde grito, juzgo sin sentido y muestro mi peor versión.
Vivimos en una sociedad donde hay poco tiempo para escuchar, para pensar y conversar con tranquilidad. Todo es inmediato, fugaz. La vorágine del día a día, las prisas, los cientos de cosas por hacer nos llevan a vivir en un auténtico caos y, en ocasiones, descontrol.
En muchas ocasiones escuchamos sin la intención de entendernos, alzamos la voz sin sentido, perdemos la calma injustificadamente. Maximizamos situaciones con poca importancia, generalizamos situaciones como si fueran un cliché, repetimos los mismos errores una y otra vez.
Escuchamos poco y mal, actuamos sin coherencia entre nuestras palabras y nuestro ejemplo, acompañamos de forma incorrecta con broncas y amenazas injustas. Muchas de las conversaciones con nuestros hijos se convierten en interrogatorios llenos de reproches y etiquetas, de valoraciones erróneas.
Educamos desde la impaciencia, en función de nuestros estados de ánimos, nuestras preocupaciones o niveles de estrés. Tenemos poco tiempo para educar desde la calma, conversar con tranquilidad para compartir momentos de forma distendida. Damos pocas oportunidades para las explicaciones, para rectificar, para aprender de los errores, para pedir perdón.
Acabamos convirtiéndonos en el peor ejemplo comunicativo que nuestros hijos pueden tener. Solucionando los conflictos alzando la voz y hablando sin respeto. Los gritos, las palabras mal sonantes, los mensajes contradictorios nos quitan autoridad, alzan muros, nos llenan de frustración.
A menudo en las conversaciones con nuestros hijos nos dedicamos a evaluar en vez de escuchar con atención, sin interpretar y aconsejar en lugar de comprender. Nos cuesta observar y empatizar.
Todo cambiaría si entendiésemos que la comunicación debe convertirse en el pilar de nuestro acompañamiento, de nuestra forma de educarles, de quererlos. Mejorar la comunicación con nuestros hijos es sin duda la asignatura pendiente de muchos padres. Tener una mala comunicación nos genera impotencia, culpabilidad y mucha frustración.
La comunicación es fundamental para que nuestros hijos se desarrollen y crezcan en un ambiente en el que predomine la libertad de expresión, la confianza y la participación. Una buena comunicación facilita el desarrollo de una mentalidad positiva, colaborativa y empática. Todo comunica; nuestras palabras, nuestros gestos, nuestras miradas, nuestros silencios, nuestro tono de voz.
Comunicarnos con nuestros hijos de manera efectiva nos permitirá crear un vínculo afectivo que nos una a ellos, tener constancia de sus necesidades, preocupaciones o sentimientos y realizar una buena supervisión educativa.
El amor, el respeto y la paciencia son los tres ingredientes imprescindibles en toda comunicación familiar. Nuestros hijos necesitan que estemos muy presentes en sus vidas a una distancia prudencial. Sentir que les tenemos muy en cuenta, que confiamos en ellos, que entendemos que crecen a pasos agigantados y que queremos acompañarles en el camino.
Una adecuada comunicación familiar supondrá un mayor bienestar psicosocial de nuestros hijos y contribuirá muy positivamente en la formación de su autoconcepto y autoestima. Las relaciones que establezcamos con ellos nos ayudarán a redefinir los roles paterno-filiales dentro de la familia.
¿Cómo podemos conseguirlo?
- Al comunicarnos con ellos es necesario que sientan nuestro cariño, mirarlos a los ojos, dedicarles tiempo de calidad. Demostrar interés por todo aquello que nos explican y mostrar empatía hacia lo que dicen y sienten. Repetirles a diario lo maravilloso que es tenerlos en nuestra vida, lo orgulloso que nos sentimos con cada uno de sus progresos.
- Abramos canales de comunicación que mimen, que protejan, que calmen. Busquemos momentos para conversar sin prisas, para rectificar positivamente, para conseguir una comunicación fluida teniendo en cuenta las inquietudes, preocupaciones o dudas que tengan nuestros pequeños.
- Respetemos el espacio de intimidad que necesitan, sus ritmos vitales, reforcemos su papel dentro de la familia dándoles protagonismo. Escuchemos sus opiniones con interés y potenciemos que tomen decisiones.
- Tengamos muy presente que comunicarse no es imponer, suponer o chantajear. Es compartir aquello que nos pasa, sentimos o necesitamos con mucho respeto, evitando las interrupciones, los tonos sarcásticos y los dobles sentidos.
- Nuestros hijos necesitan sentir que comprendemos lo que sienten, que validamos sus emociones y los escuchamos desde el corazón. Que les dedicamos tiempo para que puedan expresar y compartir con nosotros todo aquello que les recorre por dentro ampliando y fortaleciendo nuestros vínculos.
- No olvidemos que la comunicación afectiva y efectiva empodera, alienta a nuestros hijos a ser valientes, a esforzarse, a creer en ellos mismos. Que ayuda a nuestros hijos a sentirse amados y valorados.
- Llenemos nuestras conversaciones de un lenguaje positivo, de palabras que entiendan, que regalen oportunidades, que acompañen los miedos.
- Escuchemos sin interrumpir, interpretar o anticiparnos a los acontecimientos buscando el momento adecuado para hablar.
- Eliminemos de nuestros diálogos las frases autoritarias, los juicios de valores, sermones o comparaciones. Los gritos que ensordecen, que rompen vínculos, que asustan, humillan y llenan de impotencia.
- Pidamos perdón cuando nos equivoquemos, escuchemos sin interrupciones, descifremos los silencios que tanto explican.
- Busquemos maneras creativas de resolver los conflictos. Consensuemos posibles soluciones para que estas sean satisfactorias para ambos lados.
- Aceptemos que nuestros hijos puedan tener gustos y opiniones diferentes a las nuestras, que vean la vida desde otro prisma, que quieran sentirse libres.
- Aprendamos a serenarnos antes de hablar, a tomar distancia cuando lo necesitemos, a hablar con voz serena y sosegada siendo muy conscientes de nuestros gestos.
- Entrenémoslos a dialogar, a pensar antes de actuar, a pedir perdón o perdonar. A comunicarse sin hablar con gestos, miradas, caricias y abrazos que expresen todo los que les recorre por dentro. Eduquémoslos a expresar la fragilidad, la rabia o la frustración.
Recordemos siempre que nuestro peor problema de comunicación es que no escuchamos para entender, escuchamos para contestar. Hagamos de la comunicación la mejor herramienta educativa para educar desde el amor y la comprensión.
Por Sonia López Iglesias
Fuente: El País