Durante años se pensó que tener piel grasa era simplemente una condición que generaba brillo excesivo, dificultad para maquillarla, sensación oleosa constante. Pero en el consultorio dermatológico, sabemos que hay algo más profundo. La piel grasa no solo puede envejecer de forma distinta (y muchas veces más comprometida), sino que además suele ser la puerta de entrada a dos patologías inflamatorias frecuentes: el acné y la rosácea.
“La piel grasa no solo puede envejecer de forma distinta —y muchas veces más comprometida—, sino que también es una puerta de entrada a patologías inflamatorias como el acné y la rosácea”, explica la médica dermatóloga Florencia Paniego (@draflorenciapaniego), quien hace años trabaja con pacientes que buscan mejorar su salud cutánea desde la raíz.
Detrás del aspecto oleoso se esconde una disfunción: la hiperproducción sebácea, influenciada por factores hormonales, genéticos y ambientales. En el caso del acné, esta sobreproducción genera puntos negros que evolucionan hacia lesiones inflamatorias como pústulas, quistes y, en los casos más graves, cicatrices. En la rosácea, en cambio, las glándulas sebáceas se engrosan por estímulo hormonal crónico, generando una grasa más espesa e irritante que deteriora la barrera cutánea, produce ardor, brotes e incluso deshidratación.
Ambas patologías tienen algo en común: una alteración de la microbiota cutánea. Cuando hay un desequilibrio, proliferan microorganismos como Propionibacterium acnes o Demodex folliculorum, que sostienen un estado inflamatorio difícil de revertir sin acompañamiento profesional.
Aunque durante mucho tiempo se creyó que la piel grasa “envejece mejor”, lo cierto es que envejece distinto. “Suele presentar hiperpigmentación postinflamatoria, daño textural, y arrugas con un patrón muy específico: el clásico ‘agujerito y raya’ que surge por el desequilibrio estructural sostenido”, señala Paniego.
La clave para abordar correctamente la piel grasa no es atacarla, sino equilibrarla. ¿Cómo?. La experta dio sus claves para mejorarla.
- Apostar por limpiadores suaves (mejor si son espumas) y evitar los geles astringentes que solo empeoran el cuadro.
- Incorporar activos como retinoides, antioxidantes y alfahidroxiácidos, siempre con indicación médica.
- Cuidar el interior: una alimentación antiinflamatoria, manejo del estrés y un buen descanso también se reflejan en la piel.
- Evitar la automedicación y el uso de cosméticos sin asesoramiento dermatológico.
Porque la piel siempre habla. Y si aprendemos a escucharla a tiempo, podemos prevenir el daño y construir una piel sana, fuerte y verdaderamente luminosa.
Fuente Ohlalá – Foto portada: Getty