Por Héctor Puyo
La actriz andaluza Pepa Luna, radicada desde hace más de una década en Buenos Aires, narra parte de su vida en «De la raíz a la Luna», sobre dramaturgia de Darío Bonheur, también director, y transforma en una fiesta la sala Tadron, del barrio de Palermo, en domingos dedicados al mundo femenino de los que también participan horas antes Luciana Procaccini y Gabriela González López como protagonistas de «Milena e Irene, periodistas».
Luna es una presencia particular en el teatro local; a su figura magnética en los escenarios, une un rostro fuerte e impactante, canta sin estridencias en un tono de mezzosoprano y felizmente no ha perdido el acento de su Estepona natal, en la provincia de Málaga, como lo demostró en la treintena de espectáculos en que participó en la escena argentina.
Lo que hace en «De la raíz a la Luna», acompañada por Gustavo Corrado en piano y Carlos Benet en contrabajo, es narrar su vida provinciana, sus primeros años de una chica en el posfranquismo, sus fantasías con el mundo del arte y otros elementos personales pero, sobre todo, lo que arma es un mundo colectivo lleno de gracia y de color sobre la historia de su familia y el aire del pueblo donde nació.
Apenas ingresada al escenario, Pepa enfrenta a la platea con una cuestión que podría hacerse cualquier mujer, actriz o no: «¿Cómo me veré cuando el tiempo haya pasado?, me pregunté una mañana frente al espejo. Así no, fue la respuesta, y un intenso júbilo en la voz aconteció». Ese manifiesto es el que recorre el espectáculo, el de una muchachita condenada a una vida rutinaria que salta a ser una mujer y una artista que se empeña en crear belleza y crecer como ser deseante.
El relato es cronológico y encuentra a la protagonista con las cuitas de toda adolescente de su tiempo, que va de novio en novio con las únicas nociones de su madre, aprende labores de bordado por imposición de la costumbre, responde a las pautas familiares y tiene sobre ella la terrible figura de su padre, un «pater familias» que no solo existió en la España rural sino que sigue existiendo de hecho en la cultura de Occidente. Ese Padre que decide lo que se come, la ropa de sus hijas, las conductas generales del grupo familiar y que será el único hombre que, en todo sentido, conocerá su esposa, quien a su vez será retransmisora de su mensaje autoritario.
Sin embargo no hay odio ni rencores por ese Padre, que en su infancia la llevaba al cine a ver coloridas películas de vaqueros y a presenciar en familia espectáculos de flamenco, y que sin saberlo estaba motivando a su hija a transformarse en otra persona, capacitada ella misma para brillar en escena: «Los oía cantar y era como si se parase el mundo», señaló en alguna ocasión sobre sus ídolos.
En ese mundo se movió Pepa, quien llegó a casarse vestida de blanco y entró a la iglesia de la mano de su hermano porque el Padre había elegido el camino de la tradición y el encono, en paralelo a la madre, que como era costumbre se atormentaba por el «qué dirán».
Pepa Luna narra su vida provinciana, sus primeros años de una chica en el posfranquismo y sus fantasías con el mundo del arteCuando la Pepa creativa comenzó a sentir el estímulo del arte, sabía que lo suyo no era el bordado ni la permanencia en el pueblo, que tenía un camino en que imaginaba la dicha, acompañada o sola, primero en Madrid y luego en tierras de ultramar, porque lo suyo era el mostrarse, conmover y conmoverse como actriz y cantante y, sin perder su identidad mediterránea, pudo aterrizar en la lejana Buenos Aires, donde hoy es lo que es.
Empero nunca despegó los pies del piso y al mismo tiempo que soñaba tuvo que realizar tareas de subsistencia, alejadas de su interés, como cualquier hija de vecina.
Su espectáculo añade canciones conocidas y convenientemente ubicadas, con títulos que entran sin violencia en el relato y pertenecen a autores como Litto Nebbia, Liliana Felipe, Eduardo Mateo, Juan Luis Guerra -incluida la estremecedora «Te quiero, te quiero», que cantó Nino Bravo a principios de los 70-, que Pepa desgrana con una voz muy grata y que baila con una cuidada coreografía de Anabella Latreccino, en la que no aparecen los manierismos ni las españoladas de exportación que antaño atosigaban los teatros de la avenida de Mayo.
El director Bonheur desplaza con inteligencia a su intérprete por el ancho escenario dispuesto en el Tadron, aprovecha la cercanía del público para establecer complicidades, hace utilizar a Pepa una prenda blanca de hilo, que tanto sirve para ser un mantel, una muñeca o practicar unas verónicas que el flamenco comparte con la lidia; todo en su medida, con una delicadeza estupenda, incluido el humor.
También el domingo, la sala alberga la intensa «Milena e Irene, periodistas», de Ana Arzoumanian y Román Caracciolo, con dirección del segundo, que imagina un encuentro entre Milena Jesenská e Irene Polo, quienes jamás se vieron, pero ambas fueron luchadoras y murieron con la tragedia sobre sus hombros: la checoslovaca Milena murió en 1944 de una infección en el campo de concentración nazi de Ravensbrück y la española Irene buscó el suicidio a los 32 años en Buenos Aires, con Francisco Franco en el poder en España.
«Milena e Irene…» participa de ese tipo esas obras que enfrentan a personas que probablemente nunca se vieron en la realidad -a partir del «Marat-Sade», de Peter Weir, y que en la Argentina tiene una multitud de ejemplos- y trata de encontrar los puntos de contacto entre los personajes: Jesenská (Gabriela González López) no es judía pero se hace pasar por tal en la Alemania nazi para compartir las penurias y terrores de esa comunidad, pero llama la atención en el texto su intento de despegarse de Franz Kafka -el escritor que le dio fama y con el que habría mantenido una relación amorosa-, y Polo (Luciana Procaccini) será una periodista con intereses sociales, cubrió para los periódicos algunos juicios políticos y las huelgas revolucionarias en las minas de los municipios catalanes de Sallent y Suria.
Pero la suerte hizo que se convirtiera en representante de la compañía teatral de la mítica Margarita Xirgu, con quien viajó al Río de la Plata y estableció además una relación estrecha y acaso tortuosa. Se sabe de las férreas conductas que la maestra nacida en Molins de Rey, Cataluña, en 1881 y muerta en Montevideo en 1969 imponía a sus «protegidas».
Esas mujeres sufrientes y en cierto sentido indómitas, unen los testimonios de sus tormentosas vidas, los entrecruzan y en el texto de Arzoumanian y Caracciolo terminan por ser no solo compinches sino casi un solo ser, un símbolo feminista de resiliencia y sororidad.
Pese a notorias diferencias en los estilos de actuación, el director logra un espectáculo de honduras intrincadas, de indiscutible diálogo con la platea, ayudado por un acertado manejo de luces por parte de Marcelo Cuervo y, a partir de precisos detalles de utilería y vestuario, una reconstrucción de época -principios de la convulsionada década de 1940- poco habitual en la escena porteña actual.
Para agendar
«Milena e Irene, periodistas» se ofrece los domingos a las 18 y «De la raíz a la Luna» a las 20.30, ambas en Tadron Teatro, Niceto Vega 4802, barrio de Palermo.