Por Paula Winkler
Según el filósofo surcoreano alemán Byung-Chul Han, vivimos en “sociedades del cansancio”. En efecto, la mayoría deja el pellejo para producir a diario contenidos en las redes, se sobredimensiona la imagen visual (fija o en movimiento) no solo en el cine, en la televisión y en las plataformas sino en la cotidianeidad mostrando “selfies”, y los profesionales o artistas de prestigio temen ser olvidados atento a la cantidad de discípulos y colegas que va apareciendo por detrás de ellos. La gente trabaja como puede y termina siendo esclava hasta de los gustos arquitectónicos de moda (comprás una propiedad y enseguida hay que poner a la moda baño y cocina). En síntesis, la supervivencia feliz es el deber-ser (normativo) de antaño.
Occidente, y nosotros en Argentina, somos el producto de un sistema que nos marca como paradigma ineludible el de la producción. Se debe producir. No están exentos literatos ni artistas, poetas ni educadores. La velocidad que caracteriza a este tipo de sociedades que supimos conseguir empuja a que tengamos que construir hasta prestigio y obra, pensando en subsistir dentro de la maraña de discursos y textos que circulan con toda rapidez. Como dice César Aira, el problema actual no es para los escritores la página en blanco sino la “página llena” (la de internet).
Esto y la necesidad desesperante de dinero, propiedades, viajes, experiencias gastronómicas y prácticas colectivas que nos vinculen al otro acumulan un malestar cansino, que al fin explota en el ahora llamado “burnout” de la clase media y en los liderazgos de ejecutivos de clase alta a los que todo empleado aspira. La vida paupérrima, en cambio, se ensaña con el cuerpo y los de poco poder adquisitivo o sin trabajo se enferman (no tienen la posibilidad de un “pase” simbólico), ni siquiera de quejarse de esta suerte de locura extrema
.Psicólogos, psicoanalistas, “coachers” y técnicas para “mejorar” la subjetividad como el constelar vidas (para descubrir el karma familiar, asumiéndolo, que ayudaría a sobrellevar las presiones y un agotamiento que yo veo más social que doméstico); manuales de autoayuda y “consejos vizcacha” en las redes y entre amigos, tampoco se bajan de esta vida veloz. Mientras tanto, quienes se encuentran todavía en estado de reflexión, sea por mayor suerte económica o mejor posición en la escala social o son pensadores o filósofos o con paz interna por naturaleza, están decidiendo revalorizar la familia, los afectos y el hogar y dejar el celular y las redes, como un modo inteligente de resistencia a esta psicosis generalizada que nos abruma sin excepción.
La propuesta no proviene solamente de Oriente ni constituye una deriva de la sabiduría china sino que ésta también se localiza en países de regiones europeas con baja densidad demográfica: en la Escandinavia. En Suecia, Finlandia y en Dinamarca, verbigracia, se propicia esta singular forma de resistencia a fin de que no seamos deglutidos y podamos defender nuestro franco deseo. Es cierto que el clima, notablemente frío, ayuda y contribuyó a una cultura en la que gritar en público, no escuchar al otro, acelerarse a sí mismo y demostrarlo en sociedad son muestras de pésima educación (y condena social). Sin embargo, a los latinos e hispanos nos es complicado adherir a estas ideas y estilos, cualquiera sea la ideología y nuestros mundos posibles. La cultura hispanoamericana (incluso la sajona, la galesa) es vivaz, somos creadores de una épica diferente. Sin embargo, cuando la salud mental está en juego habría que desacelerar, ser escucha propia o acudir a la escucha de un especialista y calmarse como en esos otros países. Es que no todo depende de nosotros. Pero sí podemos hacer prevención: erigir nuestra casa, nuestro hogar como un templo sagrado que nos impida exponernos aunque sea por un rato.
No es cierto que “nos construimos” (solos). Hay cuestiones biológicas, herencia familiar, tradiciones, cultura y contexto. ¡Destinos! Y lo que hoy ha dado en llamarse “burnout” es nada más y nada menos que acumulación de malestar por andar reprimiendo para semblantear en el afuera y soportar por dentro lo indecible. El síntoma no se encuentra localizado únicamente en el cerebro. Por ahora, la angustia, el miedo y el cansancio no se calman tomando “Alplax”. Y es insuficiente seguir instrucciones de bienintencionados (no probos ni expertos), refugiarse los domingos en misa para transformarse en una máquina robótica durante los días laborables después. También el espíritu necesita de alimento real, las creencias y la fe en principio no dañan a nadie. Ello no descarta la idea de que el refugiarse en casa, en un espacio donde encontrarse con uno mismo para pensar tranquilos y compartir alegrías y penas con los demás, no significa aislarse ni desinteresarse del otro en sociedad.
Sin estrategia ni esfuerzo no se obtienen resultados, pero no hay que exagerar… El afuera nos vincula a los demás. La subjetividad y el espíritu, empero, no se pueden esconder ni disfrazar por mucho tiempo. Dejar temporáneamente la calesita a que nos invita la velocidad, la producción sin descanso, es quizá un modo de impedir que la realidad se nos caiga encima, disruptiva, en todo su peso. Reflexionar cuesta menos al fin que contraer adicciones, enfermarse o depender de ansiolíticos. Y como dice el protagonista de “Las alas del deseo”, de Wim Wenders, al fin, “cada uno lleva lo suyo consigo”…
