Entrevista

Mariela Alejandra: “A treinta años del femicidio de Sandra, vuelvo a ser su hermana otra vez”


Por Andrea Albertano/ Ximena Pascutti

Alma mater detrás de la conmovedora obra teatral La Oso, Mariela Alejandra viaja en el tiempo a la historia de su hermana Sandra, asesinada en 1995 por su pareja, a través de un unipersonal emocionante que cuestiona las raíces de la violencia de género y la construcción de la identidad personal.

En 1995, Sandra, la hermana de Mariela Alejandra, fue asesinada por su pareja. Casi treinta años después, Marie encontró en el teatro la clave para sanar su duelo y descubrir quién era realmente su hermana. La Oso no solo es una obra que da voz a una historia personal y dolorosa, sino que también cuestiona la forma en que la sociedad ve el amor y la violencia. En esta entrevista, comparte el proceso creativo detrás de la obra, que va más allá del escenario para convertirse en un acto de memoria y de lucha contra el feminicidio: un testimonio de resistencia, donde el teatro se convierte en un vehículo para reflexionar sobre las raíces sociales y emocionales de la violencia de género, mientras pone en discusión las expectativas sobre la mujer y su libertad.

-¿Cuándo sentiste la necesidad de escribir La Oso?

-Necesité volver a encontrarme con mi hermana. Sabía que ella estaba en algún lugar y tenía que volver a verla. Ese movimiento personal se sincroniza con el movimiento de época. En 2015, coincidió con esa primera marcha del Ni una Menos. A mi hermana Sandra la mataron en 1995. En aquellos años, no teníamos una palabra, una figura, como tenemos ahora, FEMICIDIO, para nombrar eso que no tenía como decirse o se decía mal.

A mi hermana la mató su ex pareja, el hombre del cual estaba decidida a separarse. Ella tenía 18 años y yo 20. Fueron años de mucha confusión: cuando me veía en la situación de tener que contar, no sabía cómo explicarlo y sentía vergüenza. ¿Por qué la habían matado? Llegué a pensar que era por no estar bautizada. O porque era débil, yo había tomado la teta y ella no, yo había sobrevivido y ella no.  A partir de esta nueva palabra -”femicidio”- y del movimiento social que comenzaba a manifestarse en las calles, pero también en los vínculos y en las conversaciones cotidianas, empecé a sentirme menos sola y la vergüenza se retiró. Comencé a formularme nuevas respuestas para tratar de entender. Mi mirada fue cambiando a medida que se corría el velo y Sandra dejaba de ser esa chica débil que yo me había inventado. ¿Pero quién era ella? Necesitaba volver a verla. ¿Quién soy yo entonces? Las preguntas me impulsaron y comencé, sin saberlo, a reescribir mi propia historia.

¿Cómo fue el proceso de transformar tu historia familiar en una obra teatral?

-Es un proceso poderoso. Comencé yendo a los talleres de biodrama de Vivi Tellas. Un día Vivi me dijo: “Vos agarralo a este proyecto, agarralo y no lo sueltes, que un proyecto así te ayuda a vivir mejor”. La escuché y supe que ahí había algo para mí. Los años siguientes viví aferrada a mi proyecto. Efectivamente, no se trataba de hacer la obra, sino de encontrar una clave para vivir mejor. Enfocarme en este proceso creativo me permitió atravesar mis duelos, mis dolores, esos que son jodidos, de los que te podés pasar la vida entera huyendo. Me permitió reacomodar las piezas de mi historia, conocerme, hacerme más fuerte, reencontrarme con mi hermana. Es increíble como 30 años después de su muerte, vuelvo a ser hermana otra vez.

-¿Cómo influyó tu formación teatral en la construcción del relato y la puesta en escena?

-El proceso de escritura fue el mejor viaje de mi vida. Pasar esos textos a la escena fue mucho más jodido. Busqué ayuda. Por suerte encontré mucha gente dispuesta a contribuir para que esta obra fuera posible. Trabajé con Laura Nevole y Paula Fanelli, que fueron sumamente generosas y aportaron muchísimo. Eduardo Maggiolo, mi esposo, iluminador y compañero; Antonella Silva, dando su asistencia de fierro y conteniendo siempre; Marina Kryzczuk bancando desde la producción y, por supuesto, Jada Sirkin, compañero de lujo, que llegó a este proyecto después de una crisis muy fuerte que tuvimos el año pasado y que, con toda su amorosidad, su don de gente y su sensibilidad, ayudó a concretarlo.

En cuanto a mi formación, a los 31 años entré a El Cuervo, el estudio de Pompeyo Audivert, y ahí descubrí el teatro. Me voló la cabeza. Cuando era chiquita actuaba escondidas, cuando solo estábamos mi deseo y yo. Ese deseo que me llevaba más allá de Monte Chingolo y de esa realidad de tanta marginalidad en la que crecimos, donde la única referencia en relación con la actuación era lo que veíamos en la tele, en las novelas. Mi mamá se daba cuenta y me decía: “Tenés muchos humos ‘Anchorena’ para ser de Monte Chingolo”. Estuve varios años en lo de Pompeyo, hice experiencias más cortas con otros docentes y estuve tres años en el Sportivo Teatral con Ricardo Bartís. Me formé y entrené, pero la verdad es que no actuaba. No me atrevía.

-La obra combina poesía, ironía y denuncia. ¿Cómo se equilibran estos elementos en la narración?

-Descubrir el tono fue difícil. Lo fui construyendo con la ayuda de toda la gente que colaboró y colabora este proceso. Lo poético viene con la teatralidad, con la decisión de contar este drama desde un lugar juguetón y amoroso, vinculado a la mirada desprejuiciada y soñadora de las niñas. Viene de esa tensión. La ironía es lo que nos permite meter el dedo en la herida y jugar lo políticamente incorrecto, alejarnos de la moral y explorar otras posibilidades. La denuncia termina siendo eficaz porque se produce lateralmente, sin golpes bajos y sin necesidad de bajar línea.

-En La Oso, además de reconstruir la historia de Sandra, también te preguntás por tu propia identidad. ¿Cómo te transformó este proceso?

-Claro, la pregunta por mi hermana contenía la pregunta por mí misma. Escribí esta obra para que otra persona la actúe. No me atrevía a hacerlo yo misma, porque actuar implica hacerme cargo de mi propio deseo y porque, además, me sentía rara con el hecho de exponer nuestra historia. Me incomodaba la idea de estar exponiendo a mi hermana. El proceso, con idas y vueltas, duró ocho años. Descubrí muchas cosas; descubrí que mi hermana no era esa chica débil que yo me había inventado. Ella era una piba plantada, que no andaba por la vida intentando agradar a los demás, como sí hacía yo. Era segura, valiente, tomaba sus propias decisiones y avanzaba. Como cuando decidió separarse y, con toda determinación, sostuvo que no quería volver. Dijo “NO” fuerte y claro. El tipo sabía que ella era fuerte, incluso más que él y que estaba decidida a separarse.

Hoy siento que mi hermana pasó a ser la mayor. Siento su fuerza, siento que estamos juntas, que la volví a encontrar, y que, a través de ella, y de todo este recorrido, como si fuera un regalo que mi hermana me está dando, me encuentro de pie, parada frente a mi propio deseo. ¿Cómo no hacerme cargo entonces? Ya no estoy sola: es mi hermana, la que me inspira y me guía.

-¿De qué manera puede el teatro contribuir a la lucha contra la violencia de género y al trabajo sobre la memoria?

-Cuando repaso todo lo que el teatro me ayudo a hacer, crecer y elaborar, me quedo con la boca abierta. El teatro tiene la capacidad de transformar las cosas, y la sociedad tiene la urgencia de transformarse porque hay temas que no dan para más.

En la carta que dejó el asesino de tu hermana aparece la idea de que “por amor se mata”. ¿Cómo dialoga La Oso con los mitos del amor romántico y su vínculo con la violencia?

-Este punto generó mucho debate interno. Un día, la hija de mi hermana Sandra, que hoy es una mujer, pero al momento del hecho tenía un año y medio, me dijo: “¿Quién era este tipo? Era mi padre, está bien, ¿pero quién era? ¿Quiénes son estos tipos? ¿Qué piensan? ¿Cuáles son sus argumentos? Porque de eso no habla, pero nada cambia, así que de eso también tenemos que hablar”. Su punto de vista me atravesó. Es incómodo pensé, pero quizá vale la pena desplegar también esos argumentos, desarmarlos y ver dónde nos resuenan. Para que no quede rincón por buscar.  Para que no quede nada de lo que no podamos hablar.

-La escenografía se apoya en cajas que se transforman en calles, paredes y ventanas de la infancia. ¿Cómo fue el trabajo para crear este universo visual?

-La idea de las cajas fue el regalo de una amiga. Vengo acarreando cajas desde el 2020. Muchas veces pensé en soltarlas porque ocupan mucho espacio. En 2024 trabajé dos meses con alguien que en los ensayos me decía: “Vos actuás mal, actuás horrible, pero no te preocupes, vamos a ponerte a armar y desarmar cajas para que la gente no se de cuenta”. ¡Ahora me río, en ese momento no! Fue una etapa difícil, pero me sirvió para dar el paso que necesitaba y confiar en mí. Fue muy loco porque cuando pensaba que este proyecto ya me había dado todo, aprendí la lección más grande. Pude correrme de ese “actuar bien o actuar mal” para afirmarme en lo que yo tenía para decir. La violencia tiene muchas caras y por algún motivo nos cuesta detectarla, y parece que mucho más cuando estamos bajo el mismo techo, casa, compartiendo el trabajo o una sala de ensayo, da igual. Lo importante es que me empoderé. Solté ese muro insoportable, dejé solo las cajas que necesitaba y seguí adelante.

-¿Qué importancia tiene Monte Chingolo y el conurbano bonaerense en tu historia con Sandra?

-Niñas en los 80, adolescentes y jovencitas en los 90, eso fuimos; y Monte Chingolo el contexto. Se habla mucho de los años 80, ¿pero cómo vivieron esa época, l@s jóvenes marginales en los barrios del conurbano bonaerense? Yo era una nena y estuve ahí, respirando ese aire, esas contradicciones, viendo lo viejo y lo nuevo luchar, trenzarse, en la esquina, en mi casa, en la de al lado. Ví a es@s pibes de los pelos largos pateando las calles de tierra, hablando de libertad, curtiendo y mostrando que se podía vivir de otra manera. Vi como las drogas se buscaban en la farmacia, vi lo que hacían, vi las jeringas pasar de brazo en brazo. Era una niña, pero vi todo muy de cerca. Fue la experiencia más fascinante que me tocó vivir.

En los 90 perdimos la inocencia y todo se puso más oscuro. Vi morir a mucha de esa gente. Todo esto tan loco que presenciamos con mi hermana siendo niñas, está presente en la obra, impregnando el relato, viajando a través de la música. La música es muy importante en La Oso porque proviene de ese territorio y universo. Me emociona pensar en que la gente pueda irse de la obra llevándose un cachito de ese Monte Chingolo que conocimos.