Por Karina Vimonte

“Madres de hijos con Discapacidad: ni heroínas, ni víctimas… simplemente humanas”


Por Mg. Lic. Karina Vimonte

Hace unos días atrás se celebró en diversos países el Día de la Madre y la escena se repite. Las redes, los medios y hasta las conversaciones cotidianas empiezan a poblarse de imágenes de «madres luchadoras», «supermamás» o «guerreras de la vida». Y si esa madre tiene un hijo o hija con discapacidad, el estereotipo se multiplica: se la coloca en el pedestal del heroísmo… o se la mira con una compasión teñida de tragedia. Ambas miradas son injustas. Y, sobre todo, deshumanizantes.

Como periodista he tenido el privilegio de entrevistar a cientos de madres de personas con discapacidad en estos 18 años de programa y quiero compartir una reflexión necesaria: no necesitamos seguir idealizando ni victimizar a quienes acompañan desde el amor. Necesitamos reconocer su humanidad.
Las madres de hijos con discapacidad no son ni mártires ni heroínas de novela. Son mujeres reales que, como cualquier otra, sienten miedo, cansancio, amor, enojo, alegría, frustración, orgullo. Que a veces no saben qué hacer, y otras veces hacen magia con lo que tienen. Que también se equivocan, lloran en silencio, celebran pequeños logros como si fueran mundiales, y sueñan con un futuro donde sus hijos puedan ser valorados por quienes son.

Reducirlas a etiquetas como “ángeles” o “guerreras” puede parecer un halago, pero en el fondo les impone una presión extra: la de no poder caer, dudar o pedir ayuda. Les niega el derecho a mostrarse vulnerables, a tener días malos, a decir “no puedo más” sin que eso sea visto como una falla moral.
Acompañar a un hijo con discapacidad no es fácil. Implica muchas veces convertirse en gestora, enfermera, abogada, docente, psicóloga… y todo eso, sin dejar de ser madre. Es un rol que requiere decisiones constantes: cuándo intervenir y cuándo dejar que el otro intente por sí mismo, aunque se equivoque. Cuándo sostener, cuándo soltar. Cuándo exigir derechos, cuándo enseñar a defenderlos.

Las madres que he conocido a lo largo de estos años me han enseñado que el verdadero amor no está en hacerlo todo por sus hijos, sino en hacer con ellos, respetando sus tiempos, alentando sus capacidades, construyendo autonomía paso a paso. Y también me han mostrado que, aunque a veces el sistema las deje solas, entre ellas construyen redes, abrazos, luchas compartidas que sostienen mucho más que las políticas públicas.

Muchas veces escuché a madres decir: “Me miran a mí, pero no lo ven a él”, refiriéndose a sus hijos. Como sociedad, aún tenemos el desafío de corrernos del paternalismo. Dejar de mirar a las personas con discapacidad como eternos menores, y a sus madres como responsables absolutas de todo lo que les pasa.

Las madres de personas con discapacidad merecen ser vistas, sí, pero no como únicas protagonistas. Porque el verdadero cambio social ocurre cuando toda la comunidad se involucra. Cuando el Estado garantiza derechos, cuando las escuelas se abren al aula diversa, cuando el barrio aprende a convivir con la diferencia sin señalarla.

Decirles que está bien no estar bien. Que tienen derecho a construir su propio proyecto de vida más allá de la maternidad. Que acompañar no es anularse. Que no están solas. Porque no se trata de idealizar. Se trata de convivir. Y convivir empieza por reconocer al otro como igual, con sus luces y sus sombras.