Por Paula Winkler
Las marcas suntuarias, si bien globalizan sus diseños artesanales de lujo, como todo producto, se encuentran sometidas al fin a las verificaciones de márquetin y venta en el mercado, aun cuando este es reducido. La marca es el nombre propio que permite industrializar masiva o segmentadamente el vestido, después de una logística que elige estrategias según el gusto, el Schmack de cada época. Relacionada con la publicidad, el márquetin imprescindible para exhibir y vender colecciones se ocupa de promover los diseños y en cierto modo, de democratizarlos. “Democratizarlos”, en la especie, consiste más en incentivar a través de los medios especializados su relato que en satisfacer alta demanda porque, sobre todo, las marcas de lujo poseen niveles de industrialización distintos a los de la moda popular y se diseñan desde arriba hacia abajo aunque nos parezca que su oferta primigenia es transversal. No se fabrican en serie, pueden llegar a convertirse con los años en obras de arte exhibidas en museos y podría decirse que como moda de alta costura, la comunicación prioriza la pasarela, en contacto directo con críticos y clientela, a las demás herramientas de la publicidad.
Generalmente estas marcas buscan diferenciar más que igualar, no solo con el precio. Tampoco forman parte del paradigma norteamericano de generalizar el fenómeno cultural de la moda como modo de insistir en los valores propios de la innovación juvenil. El signo de la moda de alta costura y de las marcas suntuarias no posee ningún carácter funcional al alcance de todos, sino que siempre va en busca de lo distintivo. Lo que no quita que por el ideal promovido e informado al fin al gran público en sociedad, tanto en la pasarela filmada cuanto en los medios gráficos y audiovisuales, haya alguna adaptación después en los segmentos prêt à porter, destinados a los usuarios de menor poder adquisitivo. Al decir de Baudrillard, este tipo de marcas construye una distinguida y asegurada felicidad, que constituye el relato de base de la opulencia dentro de un ámbito en el que la felicidad exige acción y tenencias más que reflexión y paciencia. En efecto, el valor sublime de las sociedades actuales, que nunca logran estar consigo mismas, es una felicidad que dejó de ser el derecho consagrado durante los años sesenta del siglo pasado para convertirse en un deber-ser colectivo, en un inevitable compromiso subjetivo.
Con relación a las marcas de lujo, la Lyst Index es el instrumento estadístico que elige la mejor del año. Votan cerca de 160 millones de usuarios y priorizan no solo la imagen y las ventas. Hoy, a juzgar por las dos elecciones principales difundidas en revistas del rubro, es posible suponer que las marcas en cuestión combinan una estética juvenil roquera con la elegancia conservadora que destaca sempiterna sofisticación y crea (además de reflejar, como todo medio de comunicación) una necesidad identitaria. Las dos primeras en 2025, transcurrida la fashion week de París, serían Ives Saint Laurent y Miu Miu. Dos estilos diferentes, orientados respectivamente, a un público adulto de clase alta y a otro joven, propenso al senderismo urbano, al vintage renovado y a incluir hasta lo deportivo como forma de distinguirse igualándose. (Las paradojas visuales también son tendencia en el fenómeno de la moda).

