Por la Dra. Beatriz Literat, médica ginecóloga (MN 50294), sexóloga clínica de Halitus Instituto Médico.
En nuestra sociedad, la sexualidad se establece como una función humana, básica, bio-psico-espiritual respaldada por la ciencia y la mayoría de las culturas, las cuales, durante siglos, no se mencionaban como tema natural en la vida de las personas.
Hoy en día existe bibliografía apropiada para la educación sexual, la cual permite un diálogo más amplio entre generaciones sobre este asunto tan trascendente. Resulta interesante descubrir nuevos mitos que imperan entre los más jóvenes acerca de la sexualidad y creencias que aun prevalecen no solo en ellos, sino también en personas mayores.
La virginidad da vergüenza. No haber tenido experiencias previas pasando los 20 años se transforma en una característica casi anómala que hay que »solucionar». Por lo general existe mucha presión de grupo, lo cual interpela el valor de la diversidad y de la libertad de elección, lo que genera un conflicto en muchos jóvenes.
El deseo sexual no tiene que estar necesariamente relacionado con el amor, de modo que el vínculo amoroso no requiere exclusividad sexual. Esta característica complica los vínculos y los vuelve asincrónicos, cuando las necesidades de ambos miembros de una relación no son coincidentes.
La prevalencia del placer puramente genital con prescindencia de otras partes del cuerpo, de los aspectos emocionales y espirituales como ser el amor, la lealtad, la entrega, la apreciación y la valoración de la otra persona, conlleva a tener sexo sin conocerla verdaderamente. En estos casos, la sexualidad no promueve la continuidad del vínculo ni la sensación de seguridad y apego emocional que sí son expectativas de muchas personas.
El «protocolo sexual», es decir aquellas situaciones que, al no producirse, infiere que el encuentro falló; en lugar de disfrutar de manifestaciones físicas y emocionales que implican un estilo de sexualidad «deconstruida» o «más flexible» y, en muchos casos, más satisfactoria a cualquier edad. En este sentido, los tratamientos sexológicos incorporan cada vez más recursos para dar solución a estos problemas.
El mito de las zonas erógenas. Aunque las neurociencias y la moderna endocrinología han demostrado de manera suficiente la importancia del sistema nervioso y hormonal, aún persiste la idea de que ciertas partes del cuerpo son la fuente primordial de placer, sin tener en cuenta que, quien predispone al cuerpo, es el cerebro, y éste tiene sus propias reglas y tiempos.
Los especialistas en ciencias de la salud han recorrido un largo camino para llevar este conocimiento a la población. Como sabemos, la forma de conceptualizar la sexualidad no solo está influida por la cultura, las tradiciones, costumbres sociales y valores de cada país, sino también por las creencias religiosas, familiares y también por la tecnología. No hay dudas que todos estos factores ocupan una relevancia de diferente significación para cada persona a medida que trascurre su vida.
Por último, las disfunciones sexuales en la actualidad no se definen tanto por la calidad del rendimiento, sino por el nivel de satisfacción o insatisfacción experimentado por las personas, lo cual es completamente individual y subjetivo.
En consecuencia, basarse en modelos ajenos como criterios de comparación para evaluar la propia eficiencia sexual no conduce a una respuesta sexual placentera y completa.
Además, no otorga a la sexualidad la relevancia debida, especialmente cuando consideramos los impactos que debería tener en la salud general, incluida la inmunidad, así como en la autoestima, seguridad, vínculos afectivos, trato respetuoso y comunicación. Estas son las necesidades esperables que la sexualidad debería satisfacer.
Como dijo la autora americana Pamela Reagan: «La sexualidad nunca estuvo tan accesible y sin embargo el placer real que podría producir nunca estuvo tan lejos, dejando a muchas personas lamentablemente solas y con sus expectativas frustradas».
Sin lugar a dudas, la sexología clínica continúa trabajando para guiar y dar soluciones a quienes tal vez, más que pacientes, son «padecientes sociales».