Nos han contado la historia a medias. Nos han tenido aletargadas durante años. Nos han educado erróneamente, haciéndonos creer que la historia, la literatura o el arte eran cosas de hombres. En el colegio nunca nos hablaron de mujeres, a no ser que fueran reinas, santas o putas. Isabel la Católica ocupa un lugar importante en los manuales de historia, Juana de Arco es la salvadora de Francia. Algunos docentes iluminados nos hablaron de María Pita o de Mariana Pineda. Pero nada más. Nos mintieron. Nos hicieron creer que no fuimos esenciales en la historia, que sólo fuimos decorados al lado de grandes hombres.
Y esto se impregnó en nuestra psique, hasta tal punto que normalizamos, sin espíritu crítico, algunas prácticas de dudosa igualdad. Y hoy, despiertas, reaccionamos a lo que anteriormente no le dábamos importancia. Nos hemos puesto las gafas moradas, y ahora queremos ver el mundo completo, sin fisuras.
Hace poco, una compañera, Yolanda Ruano Laparra, presentó su conferencia sobre Zenobia Camprubí de este modo: “Juan Ramón Jiménez: marido de Zenobia Camprubí”. Y me pareció una idea maravillosa. Por eso, ante la costumbre de presentar a nuestras mujeres en relación con un hombre, pensé que podríamos hacer una práctica de deconstrucción. Una terapia de choque, una desgraciada realidad que nos ha acompañado y que sigue en práctica aún hoy en día. Y aquí comienza la terapia:
No sé si conocen al marido de María Teresa León, se llamaba Rafael Alberti. Aparece en los aledaños de la famosa generación del 27, como muchos otros, ya que él fue “la cola del cometa”, como se hacía llamar el autor. Gracias a su mujer, él pudo entrar en los círculos literarios y artísticos de la maravillosa Edad de Plata. Todavía no se ha estudiado su obra poética, y hay algunas obras que han quedado inéditas, pero la calidad de sus escritos publicados demuestra que fue un gran poeta. Pero siempre quedó oculto tras la gran personalidad de María Teresa.
Lo mismo le sucedió al marido de Concha Méndez, Manuel Altolaguirre. ¿Cómo podía Manolo brillar al lado de una poeta tan excepcional como Concha? Tanto Concha como María Teresa fueron las grandes artífices de aquella maravillosa generación, en la que los hombres no podían acceder. Altolaguirre se puso a disposición de Méndez, él mismo invirtió sus ahorros en la imprenta que creó Concha, la más importante del momento y que facilitó las publicaciones de todas aquellas extraordinarias mujeres, dejando, eso sí, algunos apéndices en los que los hombres pudieron participar.
Zenobia Camprubí también participó activamente en el mundo intelectual de aquel Madrid lleno de grandes autoras, pintoras, filósofas… De hecho, fue la persona que más influenció en las jóvenes poetas por su prosa, su artesanía y su actividad comprometida con los niños. Siempre había chicos que llamaban a la puerta de Zenobia y su marido, Juan Ramón Jiménez, abría solícito la puerta y disfrutaba de las tertulias de los chicos de Zenobia, como él los llamaba. Desde luego, debemos romper una lanza por Juan Ramón, ya que Zenobia era una persona muy inestable, deprimida constantemente, y ahí estaba siempre Juan Ramón, apoyando y animando constantemente a su mujer.
De la misma generación era Carmen Baroja, creadora excepcional y directora de escena de obras que no podían representarse en teatros comerciales. En su casa se produjeron las mejores representaciones del momento, con el grupo teatral El Mirlo Blanco, creado por su cuñada Carmen Monné y ella misma. A este teatro se les daba la oportunidad a aquellos autores que no tenían medios para representar. El desconocido pero brillante autor Ramón María del Valle Inclán era un ferviente colaborador en casa de las Baroja-Monné. Los hermanos de Carmen nunca se sintieron realizados, en un mundo en el que ellos no podían elegir ser lo que quisieran. Así lo cuenta Pío Baroja en sus memorias: desde pequeño tenía trazado su destino, mientras que su hermana podía estudiar y realizarse. Algunas veces Pío pudo publicar algunos de sus escritos gracias a su hermana, pero aquello no llegó a más. Es desolador leer sus memorias y sentir esa frustración que le siguió toda su vida.
El mundo teatral era principalmente femenino. Los hombres, cuando podían acceder, lo hacían como actores y si alguno tenía la suerte de publicar, lo hacía en pequeñas ediciones y de pocas tiradas. Por ello hoy en día tenemos tantos problemas en encontrar obras de los dramaturgos del momento. Un caso escandaloso es el de Gregorio Martínez Sierra, marido de la célebre dramaturga María de la O Lejárraga. Ésta tuvo un éxito increíble, todas sus obras se representaban con buenas críticas, incluso escribió algunas “Cartas a los hombres”, mostrando una empatía excepcional hacia el sexo oprimido. Pero cuando Lejárraga falleció, Gregorio, por fin, destapó la verdad: él era quien escribía todas las obras de su mujer. Ella se encargaba de negociar las representaciones, pero el pacto de silencio fue respetado hasta el final. Algo extraño cuando pensamos en las acciones por la igualdad que Gregorio realizó durante sus años como diputado.
Irene Falcón, creadora de la compañía teatral Nosotros, gozó de una extraordinaria celebridad, dejando así en la sombra a su infatigable esposo, César Falcón. Su marido también creó esta compañía, pero los méritos se los llevó su esposa. En las giras realizadas por Asturias, César pudo representar un par de obras escritas por él, e incluso tomó la palabra en algunos medios para hablar del teatro proletario, pero era muy cauto, en ningún momento dijo la verdad: que él era el artífice esencial de esta compañía en la que participaron grandes autoras como Carlota O’Neill.
¿Se imaginan que nos hubieran contado la historia de este modo? Anular la personalidad artística de una mujer es lo que se ha venido realizando desde tiempos inmemoriales, y el resultado es éste: que hasta a mí me ha parecido extraño este artículo, que me he reído escribiéndolo porque me parecía que estaba haciendo, como escribió Goytisolo, “un mundo al revés”. Y luego me he dado cuenta que hasta a nosotras mismas nos cuesta contar la historia de otro modo, porque nos formatearon para que así lo hiciéramos. Nuestras pioneras no se merecen ser tratadas de este modo, como tampoco se lo merecerían los hombres. En un mundo ideal, se nos hubiera contado la historia completa, sin olvidar a la otra mitad del ser humano.
Por Rocío González Naranjo – Aviso: este artículo es fruto de mi educación (no de mi imaginación)
Fuente: losojosdehipatia.com.es