Por Khaterina Basari*
Hay días en los que nos levantamos sin habernos acostado del todo. Y antes de que el cuerpo termine de desperezarse, la palabra ya cayó sobre nosotras como un abrigo gastado.
A veces no es más que un susurro:
“Otra vez tarde”.
“Sigo sin poder”.
“Soy un desastre, pero ya fue”.
Y sin darnos cuenta, nos envolvemos con esa frase como quien se pone la misma bufanda gris del invierno pasado: por costumbre, por inercia, por olvido de lo nuevo. No es una afirmación. No es un mantra. No está bordada en dorado. Pero está. Y pesa. Y lo más triste: la llevamos puesta con total naturalidad.
Las palabras no solo nombran: condicionan
Los científicos, que a veces también hacen alquimia, le pusieron nombre a lo que nosotras intuíamos hace siglos:
las palabras tienen cuerpo.
Cuando decís “no puedo más”, “yo no sirvo para esto” o “soy un desastre”, el cerebro se lo cree. Activa rutas que preparan el cuerpo para defenderse, huir o cerrarse.
Y vos, sin darte cuenta, ya estás más chiquita. Más lenta. Más lejos de vos. Lo llaman lenguaje encarnado. Yo prefiero decir que cada palabra se te mete en la piel como un tatuaje invisible.
Algunas cicatrizan. Otras… se infectan.
El gesto que te delata (aunque creas que nadie te ve)
Hay un instante preciso, fugaz, donde el cuerpo revela lo que la boca calla..Cuando te hablás mal, el gesto aparece. Siempre. Una leve curvatura del pecho. Los hombros que caen hacia adelante. La mirada que se baja sin permiso, como quien siente vergüenza de existir. Ese encogimiento —tan sutil como poderoso— no es casual. La psicología del comportamiento lo llama respuesta somática de inhibición. El alma lo llama necesidad de desaparecer un ratito. Porque a veces el golpe no viene de afuera. Viene de adentro. Y el cuerpo lo sabe. Y se protege como puede.
Te comparto algo:
Una mujer que acompaño —mirada dulce y espalda cansada— me dijo una vez:.—“Cada vez que me equivoco, me digo estúpida. Es automático, no me afecta”..Pero su risa sonaba a disculpa. Y sus hombros, a derrota. Esa palabra no era suya. La había heredado. De alguna madre dura. De algún aula sin ternura. De algún amor mal aprendido. Y ahora, la repetía como un conjuro invertido. Cada error se volvía sentencia. Y su voz interior, un tribunal sin apelaciones.
La transmutación no grita: se murmura en voz baja
La verdadera alquimia no ocurre en los grandes rituales. Pasa ahí, en ese rincón invisible donde una decide —por fin— no decirse más así. Donde una se atrapa en el acto justo antes de decir “soy un desastre”, y lo cambia por “estoy buscando un nuevo ritmo”..Donde el cuerpo, en vez de encogerse, elige enderezarse como un tallo que no pide permiso para brotar.
Ritual de reescritura (verbal y corporal)
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- Detectá la frase que más te repetís en automático.
No la que usás para seducir al universo en voz alta, sino esa que se escapa cuando estás sola.
- Escribila. Sentila. Mirala sin disfraz.
- Reformulála como quien enciende una vela en medio de la noche.
- “No sirvo para esto” → “Estoy aprendiendo a encontrar mi forma”.
- “Soy un desastre” → “Estoy explorando nuevas maneras de ordenarme”.
- Frente al espejo, durante tres amaneceres:
- Decila con firmeza y ternura.
- Mantené el pecho abierto, la mirada a la altura de tu verdad, y las manos sobre tu centro.
- Que esa palabra nueva entre por tu garganta y se aloje donde antes vivía el juicio.
Porque cada vez que te hablás con amor, algo en vos vuelve a respirar sin miedo.
Nombrarte distinto no es sólo cuestión de autoestima.
Es un acto revolucionario.
Una forma de dejar de repetir el guion que nunca fue tuyo.
Y de empezar a escribir —desde el verbo propio— la historia que merecés habitar.
*Alquimista Especialista en Comportamiento Humano