En una fotografía cae la luz de una tarde de 1890. Dentro de la instantánea una niña sonríe. En las imágenes que se sucederán toda la vida -hasta que entre en escena la muerte un día de octubre de 1956- la niña seguirá sonriendo. Es Zenobia Camprubí, la sombra luminosa de Juan Ramón Jiménez, el ángel protector sin el que no podría entenderse al poeta.
Sobre Zenobia existían muchas lagunas, pero hay una mujer que se ha volcado desde hace años en reconstruir el rompecabezas de su vida. Es Emilia Cortés, doctora en Filología Española por la UNED, quien con ayuda de Carmen Hernández-Pinzón, sobrina nieta del poeta y responsable de su legado, recopila con paciencia los huecos de su biografía. «A veces, aparecen postales o papelillos que me ayudan a encajar las piezas», aclara la comisaria de la exposición «Zenobia Camprubí, en primera persona», que organiza el Centro de Estudios Andaluces y que se puede ver hasta el próximo 10 de enero en el Museo de la Autonomía en Coria del Río.
Gracias a su trabajo y el de otras personas la imagen de Zenobia Camprubí se está difundiendo con rigor, sin clichés ni medias versiones. «Es un acto de justicia y de reconocimiento», señaló Antonio Lucas, director de Innovación y del Libro de la Junta. «Es una oportunidad para conocer a esta mujer deslumbrante, pionera y generosa», apunta Mercedes de Pablos, directora del Centro de Estudios Andaluces, institución que junto a la Fundación José Manuel Lara publicará este otoño el Diario de juventud, hasta ahora inédito, y en el que aparecen escritos realizados entre 1905 y 1911 durante su etapa en Nueva York y su regreso a España con diversos viajes por Andalucía. Son los años en los que Zenobia, que se traslada desde Estados Unidos a La Rábida -donde destinan a su hermano-, se convierte en corresponsal de periódicos y revistas neoyorquinas.
La muestra es un recorrido por la sorprendente vida de Zenobia Camprubí desde que nace en Malgrat del Mar, donde trabaja su padre como ingeniero, hasta su muerte en San Juan de Puerto Rico sólo tres días después de que Juan Ramón Jiménez recibiera el Premio Nobel de Literatura. «Él comentaba que le felicitaban por el Nobel al mismo tiempo que le daban el pésame por Zenobia. Luego se murió poco a poco de pena, porque no entendía la vida sin Zenobia», explica Carmen Hernández-Pinzón que va desvelando pasajes emocionantes de la vida de Zenobia y Juan Ramón a lo largo de la exposición.
Uno de los aspectos sorprendentes de la modernísima Zenobia es su perfil como mujer de negocios, sin olvidar que fue una de las primeras mujeres en tener carné de conducir. Emilia Cortés enseña las fotografías de la tienda de arte popular en la calle Santa Catalina de Madrid en la que Zenobia vendía productos de artesanía, desde cerámicas de importación a labores de aguja y bordados. «Además, rescataba esa tradición por lo popular que impulsaban Cossío desde la Junta de Ampliación de Estudios y que impregna la época», añade recordando el interés por el mundo popular que animó a los intelectuales de la Edad de Plata.
La exposición muestra hasta 200 documentos entre fotografías, publicaciones y objetos personales. En una vitrina se muestra una escogida memorabilia de Zenobia con su abanico de batista negro pintado a mano, un bolso de fiesta o un álbum de recuerdos en el que ella recortaba fotografías, pegaba postales y hacía dibujos.
Emilia Cortés desvela detalles de la personalidad polifacética de Zenobia como traductora, escritora, editora, maestra, reportera. Se detiene en su labor como traductora, porque fue fundamental para Juan Ramón con sus traducciones de poetas anglosajones. Y porque a raíz de la traducción de Tagore ambos se conocieron.
Cortés y Hernández Pinzón insisten en que Zenobia no fue una mujer a la sombra, porque sorprende que una mujer independiente, culta y moderna decidiera renunciar a su escritura y se centrara en proyectar la de su marido. Fue una decisión desde la libertad. Y rescataron un texto en el que Zenobia se confiesa: «Como no me casé hasta los veintisiete años, había tenido tiempo suficiente para averiguar que los frutos de mis veleidades literarias no garantizaban ninguna vocación seria. Al casarme con quien desde los catorce, había encontrado la rica vena de su tesoro individual, me di cuenta de que el verdadero motivo de mi vida había de ser dedicarme a facilitar lo que era ya un hecho y no volví a perder más tiempo en fomentar espejismos».
Fuente: www.elmundo.es