Por Ivana Ludueña “…Del mar los vieron llegar mis hermanos emplumados,Eran los hombres barbados de la profecía esperada…”(canción popular mexicana)
La historia de América fue escrita sobre nuestros cuerpos. Más de cinco siglos después, el eco de la conquista sigue resonando en los cuerpos y memorias de las mujeres indígenas. Malinche —la intérprete, la traidora, la maldita— encarna esa historia de sometimiento, pero también de poder y supervivencia.
En 1519, durante la llamada Noche Triste, Hernán Cortés huye con el botín robado mientras Moctezuma muere bajo una lluvia de flechas lanzadas por su propio pueblo. Con él, se desmorona la creencia de que los conquistadores eran enviados del dios Quetzalcóatl. El mito cae. La violencia comienza.
El pintor mexicano Diego Rivera retrató magistralmente esa escena en el fresco titulado “Llegada de Hernán Cortes a Veracruz” (Palacio Nacional, 1951) el rostro deformado del conquistador, corroído por la sífilis, repartiendo el botín entre los suyos mientras sus soldados esclavizan a un pueblo entero. Y, como tantas veces en la historia de la humanidad, la peor parte la llevaron las mujeres.
Las primeras crónicas narran que Malinche —o Malintzin— fue hija de un cacique, entregada como esclava a Cortés. Hablaba náhuatl, la lengua de los aztecas, y se convirtió en su traductora. A través de su voz, los conquistadores comprendieron y dominaron el territorio. Sin embargo, la historia la condenó: se la llamó “traidora”, “vendida”, “maldición”.
Justicia fue que la historia revisionista invitara a mirar su vida de otra forma, más allá. Las mujeres indígenas no fueron solo víctimas: resistieron, adaptaron, transformaron.
La historia oficial —escrita por los vencedores— relegó a las mujeres indígenas a la sombra. Pero en esa sombra hubo fuerza, resistencia y creación.
Malinche representa esa paradoja del rol femenino: fue mediadora y víctima, madre y símbolo, instrumento y autora de su destino. Las mujeres indígenas fueron las primeras en sufrir la conquista en sus cuerpos —violación, esclavitud, servidumbre—, pero también fueron las que sostuvieron la vida. Como Malinche, muchas se convirtieron en puentes entre dos mundos enfrentados: el del invasor y el del vencido.
Reivindicar a Malinche es reconocer a las mujeres indígenas que resistieron.
Las que fueron arrancadas de sus pueblos, convertidas en esclavas, concubinas o intérpretes, pero que —aun en la opresión— mantuvieron viva la memoria de sus culturas.
En sus voces, sus cantos y sus maternidades forzadas se fundó una nueva identidad: la latinoamericana, mezcla de dolor y persistencia.
Existir, resistir y dejar huella, aun cuando la historia intentó borrarlas.
Ese es el legado de Malinche, y con ella, el de todas las mujeres que siguen luchando por ser escuchadas en esta América todavía en disputa.