Por Paula Winkler
Antes de la imprenta, los libros eran considerados únicos. Había que reproducirlos, uno a uno, letra a letra. Durante el siglo XVII, la “literatura de cordel” difundía manuscritos para su lectura en tendederos de cuerdas. (Las cuerdas eran de cordel, de ahí el nombre). Narraban temas populares, sucesos cotidianos y episodios históricos. Gracias a Martín Lutero –padre del protestantismo-, en el siglo XV se habían estado imprimiendo los textos sagrados a fin de darlos a conocer fuera del ámbito de la Iglesia católica. Pero solo los textos bíblicos, sometidos a la libre interpretación luterana, eran impresos, hecho que conmocionó en su época al Papado.
Empero, todos estos libros durante esos siglos eran frágiles: dependían de circunstancias políticas y, al fin, para ser difundidos, debían contar con la aprobación de los poderes vigentes.
El libro tiene, pues, su historia compleja como objeto. Y que los textos impresos y difundidos hayan soportado censura y quemazones, que haya habido frases escritas en la piel de hombres y mujeres para salvarse de la barbarie y que autocracias de diferente índole ideológica hubieran prohibido y arrojado a la hoguera cientos de textos no es novedad alguna en este siglo ni en la historia: las dictaduras suelen ensañarse con el conocimiento, le temen a los saberes.
Las librerías, en nuestro país muchas ahora en crisis, tienen un origen nómade: los textos se trasladaban en carruajes para darse a conocer o ser objeto de trueque y permuta. En los pueblos se colgaban en cuerdas de cordel equino distintos manuscritos para ser leídos. Así de complejo fue el camino de los autores, de los textos y de su lectura.
Hoy la cosa cambió, los procesos se aceleraron y hay posibilidad de autoedición, pululan los gestores culturales. Los editores, los traductores, los agentes literarios constituyen una herramienta insoslayable, como la prensa. Sin ésta, no te das a conocer por lo que millones de escritores y escribientes empujan por sobresalir en el mercado lector. El carruaje de antaño fue sustituido por el márquetin: se organizan festivales, charlas en bares, lecturas en público, presentaciones y clases en talleres, librerías y universidades. Los talleres reemplazan las antiguas tertulias entre amigos escritores, aunque todavía ahora algunas enviamos nuestros bocetos a colegas para que nos sugieran y den su franca opinión.
Podría decirse que todo circula (lo mal escrito y lo hecho con el oficio y la amorosidad plena que le dan al autor, la experiencia de escribir y ¡de la lectura!…). En este sentido, prefiero que se haya superado la dificultad de antaño: consagrados o no, siempre algún lector acusa recibo, compra y comenta.
Las bibliotecas (públicas y privadas) cumplen un rol inigualable. Prestan libros a sus lectores, escogen sus archivos y los sostienen en el tiempo. Están siendo digitalizadas, aunque su arquitectura conserva millares de títulos y de escritores que trascienden la época.
Plataformas diversas ofrecen textos a ser leídos desde dispositivos y redes sociales; la autogestión es posible merced a conocidas empresas que permiten la publicación on demand. Y la circulación doméstica (menos masiva) es asegurada cuando los libros son enviados en formato pdf a grupos, foros y a las distintas versiones conectivas en boga.
Cualquiera que haya leído y lea, se imaginará que la intervención de la cultura ha sido uno de los paradigmas más visibles en la lucha por la supervivencia del sujeto y de sus signos. Construimos tal cultura porque somos mortales aunque sepamos que toda civilización provoca malestar en tanto nuestra humanidad es imperfecta. Pero somos los únicos que nacemos en el lenguaje -nuestra casa del ser, aquella en cuya morada habitamos (Martin Heidegger)-.
El libro, un texto semantizado de unidad temática, hoy impreso o digitalizado, es y ha sido también un objeto. Y atento a las nuevas modalidades de lectura, podríamos pensar erróneamente que los libros constituyen un intangible. Nada más lejos de la verdad: los libros significan, denuncian, resisten. En sus distintas versiones, sea en papel o digitales, continuarán. Son tangibles.
Como escribe la autora zaragozana Irene Vallejo en “El infinito en un junco”: “Sin los libros, las mejores cosas de nuestro mundo se habrían esfumado en el olvido”.
¡Lean libros, déjense llevar por sus territorios literarios, personajes e historias! El saber trasciende, los libros son y serán siempre pulsión de vida!