La columna de Paula Winkler

Berlín y Potsdam después del muro


Por Paula Winkler

Desde la caída del Mauer en 1989, hecho que tuve la oportunidad de presenciar entre alguna algarabía y asombro de mi familia y paseantes del planeta y el contento popular, Berlín continúa siendo una de las capitales más relevantes de la cultura en Europa. Así como suele decirse que Nueva York no es Norteamérica, esta bella ciudad capital de Alemania, representa más que su espíritu: recibe a turistas, estudiantes y personas de todo el mundo, hace años viven allí intelectuales que no hablan berlinés (tampoco la lengua germana). Si bien este país no es bilingüe (alemán/ inglés) en su totalidad como otras naciones, vgr. Suecia, pues mantiene, firme, su defensa lingüística, el Berliner Luft, es un aire amable que conserva integrada a la gente y cuida de sus bosques, monumentos, palacios, con una gama extraordinaria de grafitis y de oferta cultural, incluso a la vera del río Spree y entre puentes.
Posee barrios residenciales como Charlottenburg y otros más populares y alternativos como Kreuszberg o añejos como Steglitz y Prenzlauer Berg, caracterizado este último por una activa vida bohemia. Un poco más lejos, Potsdam, es la ciudad –hoy provista de lujosas mansiones- cuyo palacio Sans Souci, perteneciente a Federico II el Grande de Prusia, sorprende por su mobiliario y una increíble colección de porcelanas, vajilla de oro, pintura, etcétera. Y en barcazas privadas, lanchas o en transporte público, es posible merodear bajo los puentes de Berlín, una experiencia recomendable.

Pero esta nota no posee afán turístico. Desea aludir a dos ciudades que sufrieron la separación de dos Alemanias, la BDR y la DDR cuando –como suele suceder en nuestras vidas ciudadanas- acuerdos ajenos a nuestra cotidianidad, intervienen en nuestra contingencia, a veces dolorosa y disruptivamente. Pasó el tiempo, entre negociaciones y sucedida la caída del Muro, Alemania se apuró en remozar caminos, edificios y rutas por doquier. Sancionó normas inclusivas y hasta, lo recuerdo bien, durante un largo tiempo exhibió los precios de su mercancía en dos monedas, a fin de que los del Este pudieran participar de la actividad económica del Oeste, cuya diferencia respecto del bolsillo era notable.
¡Vaya si existían grietas! Y el temor de unos y otros ante una ajenidad evidente: la exAlemania comunista había acostumbrado a sus ciudadanos a una vida austera y subsidiada; la otra, nostálgica atento a familias deshechas e inmuebles confiscados, protestaba atemorizada por pagar impuestos altísimos para integrar a un pueblo hasta entonces desconocido. Sin embargo, se hizo. Con esfuerzo y, supongo, pese a la rabia y el malestar de que no se escapa ninguna nación, urbe ni tampoco nadie que crea que vive en paz.

Todo esto, fácilmente cotejable en internet, ofrece asimismo cientos de anécdotas de berlineses y vecinos que ocuparían mucho más espacio que esta nota e inspiraron novelas y guiones. Yo sí recuerdo a una señora que se encontraba cuidando los aseos del palacio en Potsdam con la que pude conversar animadamente. Continuaba ejerciendo su vigilancia en sentido de que todo estuviera “en orden”, dijo. Y como respuesta a mi pregunta en sentido de cómo se sentía (habían pasado cinco años desde la unión germana), respondió enseguida: “estoy feliz por haber conservado mi trabajo y ver tantos turistas que nos visitan. Potsdam está cerca de Berlín y me transporto sin problemas hasta allí cada vez que puedo. Somos fuertes”.

Ignoro si la fortaleza (espiritual) deviene de guerras y tragedias, del trabajo de la memoria que se construyó después de la barbarie nazi. Si, por sí misma, aparece junto a la sabiduría que debería proveer toda experiencia humana. En momentos complejos en el mundo, esta señora que no volví a ver, empleada municipal de una Alemania y de la otra, continúa siendo mi heroína. Y, mientras tanto, también agradezco a mi Oma el haberme enseñado a amar la lengua de Goethe.

Portada foto gentileza de la autora de la nota