Por Paula Winkler
La frontera es un espacio terrestre, acuático o aéreo que limita a uno o más países. Si se aborda las fronteras fuera de su ámbito geográfico, resulta que éstas no dividen sino que facilitan la circulación entre personas, mercancía, economías, culturas.
Así, en las zonas francesas cercanas a Alemania – algunas, antiguos territorios germanos, o la Normandía respecto del reino de Gran Bretaña – en tales regiones, sus habitantes son bilingües, comparten recetas y gustos gastronómicos, literatura, arte, hábitos y costumbres. Nuestros misioneros, sin ir más lejos, debido a su cercanía con la República del Paraguay comparten el guaraní, y la provincia de Mendoza compite en materia de viñedos con nuestros vecinos chilenos.
Cientos de ejemplos de Occidente y del resto del planeta avalan esto, lo cual es perfecta y razonablemente admisible, excepto en épocas en las que cunde el temor a perder fuentes de trabajo y a que se difieran añoradas soluciones a conflictos, lo que, explotado suficientemente por los agoreros políticos, hace que estas fronteras se transformen, a menudo, en muros, cierres abruptos de fronteras, militarización de las mismas, etcétera. (Momentos cuando el derecho a migrar deja de serlo). Dos ejemplos históricos, con características bien diferentes: la muralla china y el muro de Berlín.
Y hubo un tiempo en que los ciudadanos de nuestros países limítrofes venían a Argentina para “llevarse todo”. Ahora ocurre lo inverso. La historia nos recuerda, por lo demás, que, durante años, los argentinos visitábamos la República Oriental del Uruguay a fin de conocer el buen cine europeo o incluso el nacional que había sufrido aquí una censura inexplicable.
Como los argentinos solemos dramatizar, sobre todo los porteños, también con lo que sucede respecto del consumo entre fronteras, traigo a colación dos casos de mi experiencia. Uno, Australia: la visité un viejo verano y atento a unas temperaturas frías disruptivas, me vi obligada a comprar un pullover en Sidney. Eran los noventa, y la prenda me costó un ojo de la cara (Oceanía se había acostumbrado ya entonces al poder adquisitivo per capita de Hong Kong, Japón y de los chinos). El otro: Berlín y la integración del oeste y del este (BRD y DDR). Para facilitar la economía inclusiva, los precios alemanes estuvieron en las dos monedas. Durante años podía verse que el mismo producto, al tipo de cambio, se encontraba reducido para los del este… Y hoy Gaustad, una bella ciudad noruega fronteriza, exhibe precios exorbitantes que asombran aún en las proximidades suecas: precios altísimos en la propia costa oeste porque el Reino de Noruega goza de mayor riqueza por habitante que el Reino de Suecia.
Las fronteras económicas no dañan en sí mismas: dependen de la política que asume cada gobierno colindante. Sin embargo, desde la carestía de la vida de las poblaciones, sería altamente oportuno que los gobernadores de esas zonas aledañas comprendieran que es mejor pensar entre países, que dirigir políticas económicas ofensivas y excluyentes, tan solo por el hecho de defender soberanía pues descuidan a sus vecinos y no sé, si a los propios… De momento, una utopía (mundial). ¿Verdad?