Por Paula Winkler
Nuestra época es una máquina que produce nuevos fenómenos sociales por doquier y a toda hora. Uno, la tendencia de los argentinos a nominar en inglés lo que bien podría ser designado en castellano (quizá porque una lengua extranjera, se pensará, suaviza significantes). La otra, ser pareja sin cohabitar espacio.
Por una cuestión de buena fe, advierto a mis lectores que soy vieja y pensante (creo). Y precisamente por permanecer siendo un ser lingüístico, suelo sonreír cuando leo acerca de esta suerte de sociología de la vida cotidiana tan en boga: informar sobre los sucesos desde su pura superficie, es decir sin analizar demasiado el contexto ni lo que subyace a las cosas. (La objetividad se lograría con alusiones a ajustadas estadísticas).
El sintagma “living apart together” designa hoy el modo en que las parejas están decidiendo encarar sus vidas compartidas sin vivienda en común. Contraigan o no matrimonio, legalicen o no el concubinato, no cohabitan. Y lo hacen en una especie de intento platónico por conservar la pasión que reconocen no poder sustentar desde el vamos. Pues lo que se supone no niegan es que problemas y conflictos matan pasión.
Esta manía narcisista, bastante negadora, que denota un individualismo social cada vez mayor en Occidente, constituye un hábito solo en la clase alta y en la clase media alta. Cuando menos en nuestro país, pues no veo cómo una pareja de pocos ingresos y trabajo precario podría encarar dos hipotecas, dos alquileres, dos compras de inmuebles, dos mantenimientos del hogar, o si uno de los miembros de la amorosa pudiente pareja tiene la mala fortuna de perder su trabajo o sus ganancias. Claro que tal vez los que no cohabitan, tampoco comparten gastos ni inversiones y si se encuentran separados con hijos, cada uno se hace cargo de los suyos.
Lo que es transversal a todos: la impaciencia, la falta de reflexión y de autocrítica, el egoísmo de andar pulsando tras lo que no se tiene a pasos agigantados; los excesos. Por lo cual esta nueva forma de amor, poco exigente y que trata de no exponerse al “desgaste” del vivir, si bien solo destaca entre pudientes, sean divorciados, solteros, fóbicos o ermitaños, contribuye, a mi juicio, a solventar creencias platónicas, que desde luego nada tienen que ver con la caverna del filósofo ni la utopía de Tomas Moro.
Ignoro debido a mis años si será mejor esta “solución” a la de los años de negociación paciente y amorosa que enfrentábamos las parejas de antes (soy profesional y mi fallecido esposo fue un proveedor amoroso, no andábamos controlándonos en lo económico, nos bastaba un fondo básico en común…). Pero lo que sí imagino por experiencia – mis buenos amigos viven en Argentina, también en España y otros, en Alemania -, es que si el vínculo no se rompe ni siquiera a la distancia se debe a que “amistad” no es “amor” (cuando menos ambos nombres todavía no son sinónimos). Como decía Jorge Luis Borges a Joaquín Soler Serrano en aquel célebre programa durante los setenta en la tele española, la amistad no requiere de cercanía, el amor, sí. Una cosa es preservar la independencia y nuestros mundos, en efecto, y otra, creerse de verdad que para “ser feliz” no hay que cohabitar, total cada cual está en la suya. El amor se puede desarrollar en diferentes espacios, de trescientos metros cuadrados, cada uno, o en un monoambiente compartido.
Lo mejor que te puede pasar en el amor es alcanzar a distribuir sueños, culpas y dramas alternando libido y responsabilidad subjetiva. Si lo hacés con empeño y convicción, el malestar que a todos los civilizados nos incumbe, será menor. Y esta difícil tarea de querer y sostener la pasión la podés desarrollar a pleno en una casa habitación o entre diez mansiones.
Después de todo, el amor perfecto, la pasión eterna son dos imposibles que, por ello mismo, nos vienen desafiando desde que somos humanos. Un consejo, si me permiten mis lectores y lectoras, dejen de bucear entre certezas inalcanzables. ¡Amen, vivan!
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