Por Gabriela Gonzalez Alemán (MN 33343), Dra. en Genética del Comportamiento y fundadora de Brainpoints.
Vivimos en una cultura que impone una velocidad cada vez mayor en el día a día. Esto, de por sí, repercute en nuestro nivel de estrés y nos genera cada vez más ansiedad. Pero el problema no termina ahí. La velocidad de la vida moderna, en conjunto con la tendencia al confort, desde hace varias décadas comenzó a zambullirnos en el mar de los alimentos procesados.
Estos alimentos son particularmente deliciosos porque contienen ingredientes artificiales especialmente diseñados para satisfacer nuestro paladar. Pueden resultar a veces engañosos, aportando altos niveles de energía que provienen de grasas saturadas y de azúcares. Esto nos lleva a creer que estamos bien alimentados, aunque estemos dañando sustancialmente nuestra salud.
Es innegable que nuestra dieta impacta en la salud general, en la mente y en nuestro bienestar. Es la fuente de la energía que usamos para concretar todo lo que hacemos en el día y aporta los nutrientes que el cuerpo necesita para funcionar correctamente. Aunque muchos crean que la mente se desempeña por fuera del cuerpo, lo cierto es que depende del funcionamiento del más complejo de los órganos: el cerebro, que, como cualquier órgano, requiere de nutrientes y sus funciones dependen de que el cuerpo las reciba a través de la alimentación.
¿Qué son los alimentos procesados? Son aquellos que tienen algún grado de procesamiento, que puede ser variable. Mientras algunos, como las verduras, las legumbres, los cereales, las frutas, las semillas y los frutos secos se encuentran básicamente, en su forma original y sin aditivos, otros, son modificados para mejorar su textura, su sabor, el tiempo de conservación e incluso, la rentabilidad. Están los alimentos procesados como los panes, los quesos y las conservas vegetales y los superprocesados que carecen de alimentos intactos y tienen combinaciones variadas de formulaciones químicas que aportan sabor, pero pocos nutrientes. Este es el caso de las gaseosas, los energizantes, las formitas de pollo, papa o verduras, las galletitas, los snacks, los panes industriales, los congelados y los alimentos enlatados.
Todos estos alimentos nos seducen con la comodidad y la rapidez y engañan a nuestro cerebro con sus aditivos que les otorgan sabores que estimulan la activación del circuito de recompensa cerebral y nos generan deseo con solo ver los paquetes en el supermercado.
Pero por detrás de la seducción, está el riesgo para el funcionamiento cerebral, para el desempeño de la mente y para nuestro bienestar.
Los alimentos procesados impactan sobre la flora intestinal y con esto, alteran la producción de hormonas que envían señales al cerebro y que son indispensables para procesos vitales para un buen desempeño cognitivo. Estas señales influyen en el sueño, el apetito, los mecanismos de recompensa, el estado del ánimo y la cognición. Esto no es todo. Además, la alteración de la flora intestinal produce efectos inflamatorios que incrementan el estrés y alteran la actividad de la dopamina y de la serotonina, disminuyendo los niveles de atención, de motivación, alterando la capacidad de la memoria y del aprendizaje y generando una predisposición a la depresión y la ansiedad.
En los adultos mayores, el consumo de alimentos procesados produce alteraciones en las capacidades del lenguaje y en las habilidades necesarias para tomar decisiones, hacer planes, establecer metas y organizarse para concretarlas. Algunos estudios científicos encontraron alteraciones en el hipocampo, que es una parte del cerebro que se encarga de grabar la información en la memoria. Como contrapartida, es sabido que la dieta basada en alimentos frescos, variados y de temporada resulta protectora para el sistema cognitivo.
Estos problemas no ocurren solamente en los adultos. En los chicos, el consumo de alimentos procesados puede afectar al desarrollo cognitivo generando problemas de aprendizaje y de memoria. En los adolescentes, este consumo aumenta el riesgo de tener depresión en la vida adulta.
El desarrollo cognitivo es especialmente vulnerable durante el embarazo, sobre todo, durante el tercer trimestre cuando los bebés en gestación están preparando las futuras conexiones cerebrales. Si la madre se alimenta en base a productos procesados durante este período, el bebé puede tener dificultades a la hora de aprender el lenguaje. Esto es particularmente importante porque se trata de una función que se requiere para muchas instancias posteriores del desarrollo. Entender a los demás, vincularse, expresarse, razonar verbalmente, son capacidades que pueden alterarse por el simple hecho de optar por una dieta fácil, rápida y deliciosa, pero sin los nutrientes necesarios y con aditivos artificiales que, en definitiva, son nocivos para la salud.
Mantener una dieta saludable y equilibrada, con alimentos enteros y que minimice a los alimentos procesados puede cambiar el presente y el futuro tanto para nosotros como para nuestros hijos. La variedad de frutas, verduras, cereales, grasas saludables y proteínas magras puede prevenir enfermedades físicas pero también mejorar nuestras capacidades cognitivas, prevenir el deterioro cognitivo con el paso de los años y lograr un buen desarrollo en los más chicos que sirva de base para la construcción de una buena autoestima y de una vida feliz.