(Por Sergio Arboleya)
Joan Manuel Serrat, autor de populares canciones que surcaron más de medio siglo de la vida de las personas en toda Iberoamérica, inició anoche en el estadio porteño Movistar Arena atestado de público el segmento porteño de despedida de los escenarios con un show tan emotivo como representativo de su monumental obra.
Unas 24 piezas desplegadas en cerca de 150 minutos de recital resultaron insuficientes pero emblemáticas del legado que el trovador catalán desplegó en un camino musical signado por pasiones vitales, políticas y amorosas que supieron sellar un lazo irrompible con buena parte de la audiencia.
Y ese vínculo, plagado de memorias, vivencias, acuerdos y complicidades, añadió el condimento de un adiós al que el propio responsable de la partida decidió quitarle dramatismo pero, no por ello, menguó el impacto turbador.
La partida de Serrat se da en el marco de una gira planetaria que se inició a fines de abril en Nueva York y también pasó por Puerto Rico, República Dominicana, México, Colombia, Costa Rica, buena parte de España, Chile, Perú, Venezuela y Ecuador.
Desde el sábado 5 en Rosario, «El vicio de cantar 1965-2022» llegó al país donde también pasó por Córdoba y aún le restan otras cuatro veladas en el reducto del barrio de Villa Crespo con capacidad para 15.000 espectadores donde cantará esta noche y las del 25, 26 y 29 con entradas agotadas.
El imponente tour regresará en diciembre a Europa para – con una parada intermedia en Andorra- hacer media docena de presentaciones en dos sedes de Madrid y Barcelona donde el telón se bajará definitivamente el viernes 23.
En Buenos Aires, una de las ciudades en las que el impacto de su repertorio fue bandera y prenda de amor para que la poesía se tuteara con la música y ello se integrara a un lenguaje popular y masivo, el show se demoró más de media hora del inicio pautado pero pareció que nadie quería apurar el desenlace.
Finalmente y pasadas las 21 con los acordes de «Dale que dale» (primera de las tres piezas basadas en textos del poeta Miguel Hernández que fueron parte del repertorio), Serrat se lanzó a ese torbellino estremecedor que lo acompaña desde siempre pero que en esta ocasión sumó el ingrediente de la última vez.
A los 78 años y habitando el escenario como si paseara por la sala de su hogar, el artista repitió el parlamento tendiente a descomprimir el impacto de esta serie de actuaciones y expresó cuestiones como «Serrat afirma que se despide aunque yo no lo creo», «quiero que sea un concierto donde reine la alegría» y llamó a quitar «cualquier atisbo de nostalgia o tentación de melancolía» porque, subrayó, «todo lo que nos queda por delante es futuro y no nos lo vamos a perder».
Y aunque varias veces insistió con apaciguar el motivo de la cita y hasta pareció bajarle el precio a temas cuyas historias atribuyó a la mera fantasía, no pocas veces sus ojos se poblaron de lágrimas durante una actuación que lo mostró impecable para visitar una porción de su trascendente cancionero.
Y entonces importó poco – antes y anoche- qué tan real fuera «Lucía», qué rostro tuviera la suegra invocada en «Señora» o los entretelones de esa pasión nunca concretada en «Romance de Curro El Palmo», literatura de alto vuelo en siete minutos portando esa figura que lo dice todo en materia de sentires: «Ay, mi amor, sin tí mi cama es ancha».
En ese andar donde lo cobijó una banda de sólida y lucida performance integrada por Ricard Miralles (piano, arreglos y dirección), Josep Más Kitflus (teclados), David Palau (guitarra), Úrsula Amargós (violín y voz), Vicente Climent (batería), Rai Ferrer (contrabajo) y José Miguel Sagaste (vientos y acordeón), fue imposible abarcar semejante cancionero, pero dio acabadas muestras de su pulso.
Un bloque dedicado a Hernández (asesinado por el franquismo) con la sobrecogedora «Nanas de la cebolla» («con música del querido compañero Alberto Cortez», lo recordó) y la siempre incendiaria «Para la libertad», formaron parte de un menú donde otros clásicos como «Cantares», «Tu nombre me sabe a hierba» y «Mediterráneo» se dieron la mano con la siempre sorprendente «De cartón piedra» y con el anticipatorio alegato socioambiental de «Padre».
Serrat también estuvo apoyado en una certera rueda de imágenes alusivas que se sucedieron en la pantalla rectangular a sus espaldas y que incluyó un siniestro dibujo de un personaje con la leyenda FMI coronando «Algo personal», una Gioconda liberada y multifacética en «Hoy puede ser un gran día» y postales de Vasily Kandinsky en la ya citada «Para la libertad».
Cuando se cumplieron dos horas de concierto y el grito de «El Nano no se va» presagiaba el colofón, explicó que la de la partida «es una decisión que tiene que ver con la felicidad que he encontrado con este oficio», repasó que conoció el tango gracias a su padre pero que más le llamó la atención el folclore (aunque alguna vez supo cantar «Cambalache») y homenajeó a Atahualpa Yupanqui con una versión de «El vendedor de yuyos».
Tras «Penélope» bromeó con que «si vamos a seguir tal vez sí sea el último concierto», propuso que el público eligiera la próxima canción y como resultado del experimento ironizó «es un desorden, ¿ven? a eso conduce la libertad» y atronó «Pueblo blanco» antes del previsible broche con «Fiesta».
Fue el punto definitivo para un ritual que acompañó a varias generaciones gozosas de ir al encuentro de palabras y melodías capaces de conciliar el arrullo y la rabia, el sueño y la caricia, y un relato del mundo real y del añorado por venir donde habitaba la belleza.