Susan y Christopher Edwards fueron condenados a un mínimo de 25 años de prisión en 2014 por el asesinato de los padres de ella, Patricia y William Wycherley, en 1998. Empezar esta crítica por el final es lo de menos, puesto que Landscapers está basada en hechos reales de sobra conocidos y expuestos desde el primer minuto de esta ficción. Es lo de menos incluso en la era de los destripes prohibidos porque esta miniserie de cuatro capítulos que HBO produjo con Sky (y que se puede ver íntegra en HBO Max) se propone y consigue que el espectador se quede, se conmueva, se sorprenda, y lo hace sin usar ni un manido giro de guion, a partir de una apuesta estética y narrativa que transgrede y eleva el género policial.
Veamos. Nos encontramos a Susan y Christopher, enormes Olivia Colman y David Thewlis, en Francia, al final de una huida de 15 años tras haber matado a los señores Wycherley (quién y cómo depende de a quién se crea el espectador) y haberlos enterrado en el jardín de su casa. Enseguida comprendemos que su realidad no es de este mundo, que se han dejado arrastrar a un universo de películas, héroes y ficciones, que viven en las últimas, sin nada, después de haber gastado todo el dinero de los padres de Susan, haber vendido su casa, vaciado sus cuentas, cobrado sus pensiones. También, que su historia de lealtad es imposible de quebrantar. Y que se saben acabados y se van a entregar.
“Necesitábamos algo para salir de los estrictos límites del procedimental”, confesaba Ed Sinclair, creador de la serie y guionista junto al director Will Sharpe. Para ello destrozan la cuarta pared, muestran los escenarios, la mentira de una historia que relata hechos reales, recurren al blanco y negro para narrar el pasado, oscurecen zonas del escenario cuando alguien recuerda algo para imitar, quizás, el funcionamiento de la memoria. Hay una teatralización nada forzada, apoyada en Colman, en su mirada perdida, en su sonrisa llena de dientes, una actriz en estado de gracia a la que el espectador mira abobado pensando, ¿tiene de verdad 47 años?, ¿es la misma reina de Inglaterra de The Crown y la misma agente aguerrida de Broadchurch? Hasta en los títulos de crédito, que ahora se pasan casi automáticamente empujados por la propia aplicación de cada plataforma, los creadores juegan a otra cosa. No se los pierdan.
Tras una exposición excelente, Sinclair y Sharpe sortean el abismo del alarde estético sin fondo que se agota a medio camino con un procedimental impecable. Los policías de Nottingham que lo investigan (pueden escuchar entrevistas con los agentes al frente del caso real en el interesante podcast que completa la serie) no se creen una palabra de los testimonios de los sospechosos y, liderados por una excelente Kate O’Flynn —¿cuántas buenas actrices por metro cuadrado hay en Reino Unido?— van desmontando su teoría al tiempo que permiten al espectador entender todo: la miseria moral de las víctimas, el odio y el desprecio acumulados por los perpetradores, los abusos, los callejones sin salida… Hay momentos sórdidos, pero la apuesta estética evita caer en cualquier sensacionalismo y la interpretación de Thewlis (Fargo, Naked) como ese hombre que vive para su mujer —“fuiste quien hizo que el mundo fuera real para mí”— hace el resto.
El último episodio combina el juicio con una reinterpretación del caso en forma de western. Y funciona. Tiene más ángulos, porque es una serie que se atreve a cubrir todos, pero su detalle excede el objetivo de esta crítica. Queda en manos del espectador ir descubriéndolos. En un mundo televisivo de oferta sobredimensionada, en la que el crimen ocupa una posición preeminente con productos tantas veces tan parecidos, una ficción de esta ambición y esta profundidad es más que bienvenida.
Por Juan Carlos Galindo Gómez
Fuente: El País