Música

Abonizio le canta a una «Ciudad Malandrina» desde el tango que es «esperanzador, vital y fatalista»

El compositor y cantante Adrián Abonizio, uno de los autores centrales de la denominada Trova Rosarina, retomó su fecundo lazo con el tango de la mano de «Ciudad Malandrina», un disco que registró junto al joven quinteto La Máquina Invisible y que lo devuelve a un género que, afirma, «para mí es esperanzador, vital y fatalista a la vez».

«El tango es lo que todo letrista debería buscar y que no es precisamente la Verdad Absoluta sino, por el contrario, dialogar con la duda, la existencial, la de la palabra, la del amor, la de la patria. Allí no doy consejos, ni sermones, ni promesas, doy afirmaciones modestas de como yo veo al mundo, y el resto es pura música», sostiene Abonizio durante una entrevista con Télam.

El artista, creador de canciones como «Mirta, de regreso», «El témpano», «Dios y el diablo en el taller», «Corazón de barco», «Príncipe del manicomio» y «Azules», por citar apenas algunas, que Juan Carlos Baglietto acercó al gran público, siempre mostró una caligrafía pariente del tango que tuvo su más acabado reconocimiento con el álbum «Tangolpeando» (2013), ganador del Premio Gardel en dicha categoría.

Sobre su ligazón con esa atmósfera creativa y provocadora, postula que «en el buen tango hay que pensar y discernir, chocarse con el mundo y comprobar que queda de esta coincidencia llamada Vida versus Muerte. Como todo existencialismo legítimo, el tango te obliga a vivir, porque más allá de su aspecto sombrío, siempre apuesta a que mañana salga el sol».

En esa descripción en carne viva, Abonizio advierte que «me causan gracia los que desconocen el tango atribuyéndole postales de machismo fiero, minas turbias y guapos edípicos. Es eso, si quieren, pero también es mucho más».

«Ciudad Malandrina» reunió una docena de nuevas composiciones del trovador, de 65 años, con los jóvenes Guido Gavazza, Manuel Martínez Serra, Pablo Galimberti, Facundo Jaime y Mauro Rodríguez, integrantes de la banda rosarina de tango La Máquina Invisible.

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– Télam: ¿Qué hallaste en La Máquina Invisible para compartir estas canciones?

– Adrián Abonizio: Encontré sangre joven y yo soy Drácula: un vampiro maduro que vive en un castillo de naipes marcados, como en una mano de truco. El tango es un juego de cartas en donde si no ponés sangre, no podés jugar. Y ellos son el futuro inmediato que mejoran las «manos». Yo les llevé una sota y ellos tenían el ancho de espadas.

– T: ¿A la hora de componer tangos con qué estilo del género te sentís más afín? ¿El sonido piazzolleano o el pulso más tradicional?

– AA: Cuando ando divertido, burlón o liviano de equipaje me quedo en la onda guitarras reas y un cantor. Cuando el asunto se pone profundo, recurro a la orquesta que se debe acoplar a tener un sonido tradicional o piazzolleano, según lo requiera lo que está contando el autor.

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– T: ¿Cómo sentís que dialoga «Ciudad Malandrina» con «Tangolpeando», tu disco de género de 2013?

– AA: «Tangolpeando» fue un milagro: cero producción y la mano eficaz de Rodrigo Aberastegui, arreglador y compositor desconocido para muchos. Me pasó igual que con la Máquina Invisible que son cinco esos pibes que hacen que me sienta respaldado y sin estrés. Entienden lo que escribo y, mágicamente, le ponen un bordado al tono. No sé, es una brujería feliz.

– T: ¿Cómo se lleva el Abonizio tanguero con el Abonizio trovador?

– AA: Abonizio soy yo solo, aunque peque a veces de esquizofrenia. Soy un relatador, costumbrista o filósofo a medias, como me salga. Amo al tango, al folclore nuestro y al rock nacional. Todo eso junto está en mí y escribo en función de lo que «vea». Se llevan bien y a la vez se critican y discuten entre ellos. Yo los escucho reñir y de ahí saco mis letras. Ellos no saben que los utilizo.

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– T: Siempre hiciste gala del escaso apego a los géneros puros. ¿Qué encontrás artísticamente en esas mezclas?

– AA: Es que soy como ese viejo de un pueblo que compraba instrumentos por el amor a tenerlos pero no sabía tocar ninguno y cuando conocía a alguien le preguntaba «¿Usted le ‘hace’ a la música?». Yo me la agarro con la música, no soy buen músico, tengo olfato de gol pero no de mediocampista elegante. Me gusta mezclar y sé que ninguna música es pura, es como buscar «la pureza de la raza» según los nazis: así terminaron, matando gente y buscando lo que no está en ningún lado. Ese merodear es lo que produce curiosidad y te da valor para desandar lo andado y meterte con cualquier género. La tradición hay que conocerla pero hay que aprender a moverla de los museos. Soy un «falso ignorante», trato de no recordar mucho, porque en el caso de comparar con todo lo bello que se ha escrito, uno puede cometer el pecado de «arrugar» y al sobredimensionar el talento ajeno, uno se traba.

– T: ¿Qué balance hacés y cómo seguirá el camino del proyecto colectivo de la Trova Rosarina?

– AA: Si uno recorre al país y lugares del extranjero, hay rincones que recuerdan y replican canciones nuestras, así que es un proyecto que se reabre ahora, luego de este impase de confinamiento y vamos a grabar un disco nuevo. Espero mucho de la Trova, con sus 40 años encima y más de 300 discos por el lomo (¡Sin contar los de Litto Nebbia que sumarían mil más!). Nuestra Trova Rosarina es un ejemplo de convivencia y de pérdida de lo «propio» porque nos da lo mismo cantar algo de uno que de tu igual. Siento emoción en el escenario cuando no sé, no recuerdo de quién es el tema que estamos cantando. La Trova intenta ser una hoguera de las vanidades, donde se quema el «yo» para que florezca el «nosotros».