Todos los años, cuando comienzan los cursos de economía básica, les enseño a mis alumnos una definición de Capitalismo que dice: “El capitalismo es un sistema económico en el que se producen mercancías utilizando bienes de capital de propiedad privada y mano de obra asalariada”. Les sugiero que lo aprendan de memoria y les digo que va a ser una suerte de código entre nosotros. Cada vez que estén complicados en un examen, les voy a preguntar la definición. Algo así como un mínimo espacio de certidumbre donde apoyarse para seguir con la evaluación. Por lo que les repito: “Dormidos, contentos, borrachos, drogados o tristes, cada vez que les pregunte la definición, la escupen, y de ahí arrancamos de nuevo”. Es cierto que como definición de texto funciona, pero también deja por fuera muchas de las características sistémicas que definen al Capitalismo como Modo de Producción. Una de ellas podría expresarse como: “El Capitalismo es un sistema donde las ganancias se privatizan y las pérdidas se socializan”. Claro, cuando las cosas funcionan bien, las empresas son las más favorecidas, pero cuando el sistema colapsa, se reclama la presencia del Estado para financiar la recuperación.
Hoy los estados alrededor del mundo están sosteniendo el funcionamiento de la economía mediante una batería muy extensa y compleja de mecanismos de asistencia. Obviamente las fuentes de financiamiento no son mágicas: endeudamiento o expansión monetaria. Sin embargo, parece que en algunos centros claves del poder mundial, asoman algunos intentos de cambiar al menos marginalmente esa lógica. La secretaria del Tesoro de los EEUU, Janet Jellen, afirmó recientemente que su gobierno impulsará un acuerdo global en el G-20 para la aplicación de un impuesto a la renta empresarial, con el objetivo de generar prosperidad económica sobre la base de una mayor igualdad tributaria.
La propuesta de Jellen tiene su correlato en el plano interno. Joe Biden propuso que el impuesto a las sociedades pase de 21 a 28%, con el objetivo de financiar una parte del ambicioso proyecto de recuperación económica que implica una inversión de alrededor de dos billones de dólares por parte del estado norteamericano. Recordemos que el impuesto mencionado llegó a alcanzar el 35%, y que durante la presidencia de Donald Trump se bajó al 21%. Es decir, incluso con el aumento referido sitúa el tributo un 20% por debajo de su nivel máximo, en el marco de lo que fue la mayor rebaja fiscal para las empresas en la historia de los EEUU, superando incluso la motorizada por Ronald Reagan a comienzos de la década del 80. La propuesta de Biden cosechó el rechazo de los legisladores republicanos y de algunos demócratas del ala moderada también.
No es que los norteamericanos se han vuelto repentinamente progresistas. Si alguien lo sospecha, se equivoca. El hecho es que, como decíamos la semana pasada, una mayor justicia tributaria, traducida en una estructura impositiva más progresiva, no sólo es moralmente deseable, sino que favorece el crecimiento económico. Es decir, recaudar impuestos sobre los ahorros, no tiene el mismo efecto contractivo sobre el sistema que hacerlo sobre el consumo.
En consonancia a lo que ocurre en los EEUU, el FMI se mostró muy a favor de aumentar la presión fiscal sobre los más favorecidos. En el comienzo de sus reuniones de primavera la economista Gita Gopinath, que ocupa el cargo de Consejera Económica y directora del Departamento de Estudios del FMI, sostuvo que los gobiernos enfrentan fuertes procesos de evasión fiscal y fuga de capitales, lo cual reduce fuertemente su capacidad de gestionar la política social y económica. Señaló que es una gran preocupación para el FMI, una preocupación que no se hizo presente durante la gestión de Mauricio Macri donde los mismos fondos provistos por el organismo sirvieron para financiar una de las fugas de capitales más ominosas de nuestra historia. Pero bueno, nunca es malo arrepentirse.
Está claro que los cambios mencionados no tienen un sentido revolucionario, sino que apuntan a salvar al propio sistema capitalista de las crisis que se autoinflinge, fruto de sus propias contradicciones. Periódicamente el capitalismo se pone en modo supervivencia y motoriza dispositivos que le permiten evitar su destrucción. Ahora, imaginemos. Si en momentos de fuertes crisis, se apela a la ayuda del Estado, y comienza a pensarse que un aumento de los impuestos sobre los más favorecidos puede facilitar una salida, cuánto mejor funcionaría el sistema si ambas medidas pudieran mantenerse en el tiempo.