Acurrucada con pudor y pena entre el muro y una vitrina que contiene cráneos y huesos, Albertine Mukakamanzi, vestida de negro, llora en silencio ante el monumento de Kibuye, en el oeste de Ruanda.
Era la primera vez que Albertine, de 48 años, la única superviviente de la familia, veía las prendas y huesos de las víctimas. Algunos quizás de sus familiares. La conmoción fue tremenda.
© Simon Wohlfahrt Ropa de víctimas del genocidio ruandés, en el memorial de Gatwaro en Kibuye, el 1 de diciembre de 2020
El lugar es opresivo: ataúdes, una enorme estantería cubierta de prendas desgarradas y manchadas de sangre. Cepillos para el cabello, pipas, rosarios de las víctimas colocados sobre una mesa.
«No sé lo que me está pasando, no suelo llorar…», susurra Albertine, agarrándose a la reja del exterior del monumento. «Miré a ver si veía la ropa de mi madre, pero no la encontré…».
Albertine tiene una personalidad arrebatadora. Trabajó 18 años en la policía ruandesa y lleva varios años divorciada de su marido, un superviviente como ella pero con traumas. Crió a dos hijas que tienen 24 y 20 años y sobrevivió a un grave accidente de tráfico.
Muchos supervivientes explicaron a la AFP que hubieran preferido morir durante el genocidio, para no tener que sentirse culpables de seguir vivos cuando sus padres, hermanos y hermanas fueron masacrados. «¿Por qué yo?». Esta pregunta es como una tortura para ellos.
Pero también porque estos supervivientes, como Albertine, tuvieron que atravesar las tinieblas del genocidio, un sufrimiento atroz, y presenciaron una violencia inconcebible.
– «Nos esperaba la muerte» –
Durante la entrevista con una periodista de la AFP cerca del lago Kivu, en Kibuye en diciembre, Albertine contó cómo fueron los más de dos meses que siguieron al genocidio de su familia en una sorprendente inmersión en su memoria de 1994.
Tras el incendio de su casa en las primeras semanas del genocidio en la localidad de Rubengera, su familia huida como miles de otros tutsis se refugió en el estadio Gatwaro donde, les aseguraron, los gendarmes los «protegerían».
– «Guerra» a los perros –
Durante semanas, vivió como una bestia. Se escondía durante el día en el bosque y salía de noche.
Un día, se cruzó con un grupo de habitantes hostiles, que la agredieron y desnudaron. Una mujer le dio una cuchillada en un seno.
Trató de ir a casa del «hermano de su madrina» en una escuela de Kibuye, pero no encontró a nadie: «Había cuerpos por todas partes en la escuela». Descubierta por un grupo de «interahamwe», a Albertine, agotada y hambrienta, le dieron la orden de cavar un agujero para «enterrar vivo a un bebé que erraba por allí y trataba de lamer el agua de la lluvia».
«Pero nada se opone al destino», dice. El joven la sacó de las letrinas con una cuerda, antes de huir ante la llegada de los milicianos. «Estaba cubierta de suciedad, de gusanos en mi cuerpo, y olía fatal, y dijeron : ‘dejadla, de todas formas va a morir…'».
Entonces empezó el «viaje más largo que he tenido en mi vida», dice: llegar, sin fuerzas, apenas sosteniéndose en pie, al hospital de la ciudad para tratar que la curaran. «El gran problema que tenía eran los perros, que comían los cuerpos, y que me querían comer también a mí; tuve que apartarlos con una rama de árbol».
– «Cada gesto te recuerda a la familia» –
En esta deshumanización a la que se vio reducida, Albertine asegura que no la violaron. «Tenía 21 años pero el aspecto de una mujer mayor y olía a cadáver». Se cruzó con milicianos que decían: «dejad a ese despojo, va a morir».
En el hospital de Kibuye, «donde estaba estrictamente prohibido curar a tutsis», un enfermero la escondía durante el día en la morgue con otras jóvenes.
Algunas enfermeras la curaban a escondidas y le echaban de vez en cuando cubos de agua en el cuerpo para lavarla y quitarle «los insectos en sus heridas».
Pero un día, la morgue quedó cerrada. Albertine y otras jóvenes fueron descubiertas por los «interahamwe» que las llevaron secuestradas a una cárcel. Hasta la llegada inesperada de una monja holandesa de la iglesia a la que acudía Albertine, que había salido a buscarla y que logró pagar a la policía para liberarla. Se refugió en casa de un amigo de su hermano mayor y a finales de junio, se enteró de que «habían llegado los franceses» a la ciudad y logró encontrar refugio en un campo de la operación militar-humanitaria francesa Turquoise.
Albertine ha rehecho su vida, como muchos supervivientes, en la agitación y el anonimato de la capital Kigali. Nunca volvió a vivir en «su bosque» de Rubengera. Desde hace diez años, ayuda en las investigaciones que realiza en Ruanda la pareja franco-ruandesa Dafroza y Alain Gauthier, que tratan de desenmascarar a presuntos genocidas refugiados en Francia.
Tiene previsto declarar en el juicio en un tribunal París del franco-ruandés Claude Muhayimana, acusado de «complicidad» de genocidio por haber transportado en el oeste del país –sobre todo en la región de Kibuye– a milicianos «interahamwe» a los lugares de las matanzas. Previsto en febrero, el juicio se ha aplazado indefinidamente debido a las dificultades de los testigos para viajar por la crisis sanitaria del covid-19.
A vuelo de pájaro del lago Kivu, el memorial de Kibuye está situado cerca de una escuela. La vida se ha reanudado y los gritos de los niños que juegan en el patio rompen el silencio del lugar.
«Mi familia ha muerto, pero sigo aquí para que se haga justicia, es lo que puedo hacer por mi familia», dice Albertine. «Lo que espero del juicio, es alivio, si la justicia hace su trabajo.»
«En realidad, ningún superviviente puede pasar un solo día sin pensar en ello: cada gesto te recuerda a alguien de tu familia, a una amiga… pero no hay que pensar todo el tiempo, porque hay que vivir».
Fuente: AFP (www.afp.com)
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