Historias de vida

Teresa Wilms Montt: el indomable torbellino femenino


Se publican en español, de manos de la prometedora editorial La señora Dalloway, los Diarios íntimos de una mujer que fascinó a toda una época, a todo un contexto cultural, por su desparpajo, lucidez, belleza e inteligencia. Aunque, sobre todo, por su valentía y arrojo literario.

Teresa Wilms Montt nace en el bello paraje de Viña del Mar, Chile, en 1893, en el seno de una familia más que acomodada. Una situación que no desperdicia: desde muy joven se desenvuelve por igual en español, inglés y francés, lo que siembra las primeras semillas de su cosmopolitismo, mientras que, a la vez, lee vorazmente todo cuanto encuentra a su paso. Las primeras páginas de su diario se inician precisamente relatando algunas de las peripecias infantiles y juveniles de una niña que se revela madura, ingeniosa y un punto perspicaz. Ella misma confiesa que se sentía “extraña, tanto física como moralmente”.

Y es que comienza a observar y analizar aspectos, detalles y circunstancias que, muy posiblemente, sus hermanos pasaban por alto. Mientras algunos de ellos se entretienen con juegos varios y entretenimientos propios de niños, Teresa escribía, contundente,  sincera y con una chispa de envidia pero también de orgullo: “La primogénita no llega a entender las extravagancias de su hermana pequeña. No puede percibir la melancolía de Teresa viendo una puesta de sol o su entusiástica admiración por el encanto exótico de una flor en algún jardín vecino”. Primeras páginas en las que Teresa se refiere a sí misma en tercera persona, como si quisiera extrañarse, separarse de su yo para verlo y escrutarlo con más claridad, en la distancia de un objetivo observador. A pesar de su tierna edad, en estos primeros años escribirá muy bellos fragmentos:

¿Qué le importan [a Teresa] los trajes cuando le sirven de túnica todas las nubes que pasan, combinando sus colores con las aguas de los estanques, que abren sus glaucos ojos hacia todos los rincones del jardín; las nubes que peina en la superficie del agua con sus dedos morenos de acariciar los rayos del sol?

Un cielo al que clamaría en no pocas ocasiones, implorando por su libertad, entre una madre que “no conoce las ternuras”, “rígida y pura como las reinas de los cuentos de hadas”, y su idolatrado padre, “ingenuo y noble”, que “sonríe con bondad, pareciendo dejar siempre en su ternura huellas de nieve”. Se pregunta, casi desesperada, si pertenece a aquel mundo, a ese cómodo reino de facilidades y rancia aristocracia, o si existe otro, más salvaje y auténtico, en el que dar rienda suelta a su indomable naturaleza, que anhela aires renovados: “¿No me quiere pues nadie o soy un ser aparte que pide a estas almas burguesas más allá de lo posible?”.

Con este temple, en el que encontramos un incólume anhelo de libertad cohibido, llega Teresa a la juventud, donde las cosas no cambian demasiado. Aparecen las primeras y acaso demasiado tempranas alusiones a la oscuridad, a lo tenebroso, a la muerte: “Una gran mancha de sombra oscurece su juventud […]. Se imagina que la muerte es un medio de transporte para alcanzar el cielo, ese cielo que desea como un enorme pastel blanco rodeado de ángeles que cantan y en centro del cual descansa cómodamente instalado el Padre Eterno con su barba”. Y sentencia, esta vez en primera persona: “¡Quiero morir! Nadie me quiere”.

Es que Teresa, al igual que el poeta y filósofo Philipp Mainländer (que anhelaba un más allá de este mundo más lúcido, menos crudo), suspira por otra realidad, plenificada, libre, casi absoluta, sin grilletes sociales y familiares: “El mundo es grande y bello, existe al otro lado del horizonte una vida más poética, la adivino cuando veo anclar esos blancos veleros que flotan en la majestad del mar”.

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“Pero el Amor tiene en el corazón de Teresa su reinado escondido”, escribe sobre sí misma. Y es el amor, precisamente, el que llama a la puerta de la joven, quien, contra todas las recomendaciones de la familia, se casa con apenas diecisiete años. Una decisión que la enfrentará para siempre con sus padres. Teresa cree encontrar en su marido, Gustavo Balmaceda Valdés, esa vía de escape que la aleje del asfixiante ambiente que respira. Estaba enamorada, desde luego, pero aún era joven y no alcanzó a ver que se trasladaba de una cárcel a otra. Aunque ella, en el fondo, lo sabía: “Es tan absurdo exigir que obedezca; porque soy como el mar, el viento y el sol“.

Gustavo esperaba tener a su lado a una dócil dama de corte, a una mujer que interpretara su esperable y adocenado papel femenino de la época. Pero Teresa se revela muy pronto como lo que fue: una mujer sin etiquetas, sin trabas anímicas y mucho menos sociales, sin tapujos a la hora de expresarse y de actuar. Y, como explica Alejandra Costamagna en el extenso y fantástico texto introductorio de esta edición de los diarios, las chispas no tardan en saltar, en una serie de referencias cruzadas de no bajo tono: “canalla”, “terrible lobo”, “indigno cobarde”, “puerco” por parte de ella, o “la histérica neurótica”, “una pervertida” o “aquel bibelot tan bonito como falto de sesos” por parte de él. A pesar de todo, aquel difícil matrimonio dio como fruto, además de estas tensas discusiones, dos hijas que, pasado el tiempo, serán la bendición y la condena de Teresa.

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Los celos de Gustavo ante la nada disimilada desinhibición de carácter de Teresa llegan muy pronto, y, junto a ellos y el alcoholismo de aquél, las sospechas sobre la honorabilidad de su esposa, a quien interna nada menos que en un convento de nombre elocuente y que da título a esta fantástica edición de sus diarios (preparados por Julieta Marchant): el convento de la Preciosa Sangre, en el prestigioso barrio Brasil de Santiago de Chile.

Una bellísima e inteligentísima joven de veintidós años, rebosante de vida, apartada del mundo por la siniestra mano de los celos. El marido, ramplón, egoísta, temeroso, no pudo soportar las intenciones literarias de su mujer, que desde los dieciocho años había sentido el dulce aguijón de la vocación: quería escribir, cantar la vida, celebrarla y sentirla.  Las páginas del diario se llenan, en este momento de internamiento, dolorosas, apesadumbradas y profundamente tristes: “¡Qué horror, Dios mío, qué horro! Cómo es posible que haya sobre la tierra seres considerados como virtuosos que procedan tan mal y sean tan ruines”. Pero también extremadamente sinceras, rabiosas, pero siempre hermosas:

¡Reloj imbécil, camina infame! Tus punteros negros como alas de cuervo se estacionan en cada minuto interminable. ¡Tengo ímpetus de tirarte lejos, de pisotearte! ¡Irónico, mordaz, impasible enemigo de los que sufren, no tienes piedad! Cuando nos ves felices te haces liviano, tus minutos vuelan… ¡Eres perverso infesto del demonio! ¡Maldita noche solitaria! ¡Oh, ángel del dolor, venid a mí! Quiero tus besos amargos, tus caricias turbadoras y enfermizas que hacen gemir de nostalgias… Mis labios te brindan el fuego del placer. ¡Solos, en la noche triste, podemos gozar y morir! No tienes rival, mi amor es tuyo; Vicente es un fantasma que enciende hogueras que tú apagarás… ¿No eres mío, Dolor, no soy tuya?…

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Retrato de Julio Romero de Torres

Expresiones y vuelcos literarios que evocan a su admirado Baudelaire, a quien tanto leyera en su infancia y primera juventud. La rabia rebosa, el deseo es incontenible: Teresa gestiona el divorcio, intenta mostrarse firme y calmada, mantener un trato normal con sus hijas (que viven con los abuelos paternos), pero también llegan los primeros intentos frustrados de suicidio. Como apunta Alejandra Costamagna, “Todo fallido. Sólo logra escribir hasta el desgarro”.

Pero la naturaleza siempre se impone, y Teresa, ya lo hemos dicho, ya lo ha dicho ella, no nació para obedecer. Al octavo mes de reclusión, y ayudado y empujado por su amigo Vicente Huidobro (admirador del carácter e incipiente talento literario de la joven), traza un plan de fuga que llevan a cabo con éxito. Logra escapar disfrazada de viuda. Tras una breve estancia en Argentina, Buenos Aires, Teresa toma rumbo a Europa: nunca volverá a pisar su natal Chile. Merece la pena leer el testimonio del marido tras este suceso: “Su primera salida fue para escapar al extranjero. Un pobre diablo de poeta que debió encontrar en el camino de su desesperada fuga, quedó prendido entre sus redes y abandonó también su hogar, donde gemía una madre y una santa esposa”. Nada más lejos de la realidad, pues Huidobro sentía por Teresa un fiel, sincero y profundo sentimiento de amistad (acompañado de una sobresaliente admiración por el indómito y fuerte carácter de la joven): tras la ayuda que presta en su huida, el escritor chileno se dirige también a Europa para encontrarse con su esposa, Manuela Portales Bello.

En el viejo continente, entre Madrid y París, Teresa comienza a hacerse un nombre y se publican sus primeras obras, que enseguida la crítica aplaude: Inquietudes sentimentalesLos tres cantos En la quietud del mármol. Conoce a grandes personalidades literarias del momento: además del propio Huidobro, trata con Ramón Gómez de la Serna, Jacinto Benavente, Julio Romero de Torres, André Breton, Paul Élard, Max Erns o Valle-Inclán, que quedará del todo prendado por la fuerza y belleza de Teresa. Incluso le prologará uno de sus libros, Anuarí (título que encierra un funesto suicidio causado por el amor que la joven inspiró en un chiquillo del mismo nombre. Tales fueron las desaforadas pasiones que Teresa levantaba).

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Tras algunas andanzas que la llevaron de nuevo a Argentina, en 1920 se instala al fin en París, donde espera reencontrarse con sus hijas definitivamente. Tiempo de nostalgia, de alegría por disfrutar de sus Elisa y Sylvia (así se llamaban), a quienes colma de atenciones y regalos, pero que termina, de nuevo, con tristeza: en 1921 la familia Balmaceda se traslada de París a Chile y, por segunda vez, queda sola.

Teresa ya no superará este último varapalo, y comienza a trazar la parte más negra y funesta de esos imprescindibles diarios. Poco antes de poner fin a su vida con veronal, en la Navidad de 1921, sus palabras son del todo desgarradoras. Lo que tras su huida constituyó un acicate (“Soy un ser errante”), en estos aciagos y postreros días se convierte en una condena: “¡Yo no tengo camino, mis pies están heridos de vagar, no conozco la verdad y he sufrido, nadie me ama y vivo!”.

Es necesario leer estos diarios, acercarse a estas por momentos delicadas y por momentos contundentes palabras, pero siempre sinceras y maravillosas, donde se da testimonio de la lucha de una mujer independiente, consciente de su talento, por conquistar su espacio en el mundo. A pesar, ¡sobre todo a pesar!, de las imposiciones familiares y sociales. Teresa Wilms Monnt es un torbellino, un ideal femenino, un ideal humano: de amor por el arte, de fuerza, de belleza, pero sobre todo de libertad.

Vida, fuiste regia, en el rudo hueco de tu seno me abrigaste como al mar y, como a él, tempestades me diste y belleza. Nada tengo, nada dejo, nada pido. Desnuda como nací me voy, tan ignorante de lo que en el mundo había. Sufrí y es el único bagaje que admite la barca que lleva al olvido.

Por Javier González Serrano

Fuente: El vuelo de la lechuza